Punto al Arte: 02 Surrealismo
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Giorgio De Chirico

"Los autómatas ya se multiplican y sueñan". Esta frase, siempre que se la ha encontrado, ha hecho surgir de forma inevitable en los espíritus la imagen de un cuadro de Giorgio De Chirico. La figura de este artista es, sin duda, una de las más fascinantes de las que recorrieron Europa en las primeras décadas del siglo XX. Para seguir el rastro de De Chirico hay que remontarse mucho antes del nacimiento del surrealismo, entre 1911 y 1917. En aquellos años, solo y contra la corriente de lo que entonces se llamaba espíritu moderno, el "Maestro de los Enigmas" situaba el decorado de un universo visionario, no en el sentido de un apocalipsis, sino unido a una visión totalmente vuelta hacia el interior, hacia la cara oculta del ser. Su arte, de este modo, resultaba ser una visión interior de gran poder subyugador. Plazas desiertas bordeadas por palacios con arcadas, pórticos, estatuas y algunos paseantes solitarios que proyectan a lo lejos, en el atardecer, sus sombras alargadas, perdiéndose la angustiosa perspectiva en un horizonte verdoso, atravesando una locomotora y sus vagones la escena y arrastrando consigo su penacho de humo, el vacío por doquier, la ausencia, cierta emoción a la espera de alguna manifestación inimaginable; éstos fueron algunos de los medios de gran simplicidad con los que De Chirico lograba traducir lo que Nerval llamaba "la efusión del sueño en la vida real".


El regreso del poeta de Giorgio De Chirico (Colección particular). Una tela de 1911, que indujo a Breton a comparar al pintor con el poeta precursor del surrealismo, el enigmático lsidore Ducasse, más conocido por su seudónimo de conde de Lautréamont.  


La conquista del filósofo de Giorgio De Chirico (lnstitute of Art, Chicago). Esta obra fue pintada en 1914, año en que el artista realizaba también el famoso retrato premonitorio de su amigo Apollinaire. Las extrañas arquitecturas rectilíneas clásicas, las heladas estaciones de ferrocarril evocan su infancia, transcurrida en Grecia donde su padre dirigía la construcción de una línea de tren. Los objetos Insólitos en primer término parecen ilustrar la célebre frase del conde de Lautréamont: "hermoso como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones".

Sus obras transmiten todavía hoy en día sentimientos de profundo extrañamiento, una suerte de desesperanza que de tan asumida ya no duele, sino que se antoja una condena de por vida contra la cual ya no vale la pena ni dolerse ni mucho menos cualquier atisbo de rebelión. De Chirico logra comunicar sentimientos de tristeza ontológica y de magia sombría, una nostalgia que parece imantar desde estas obras que, además, quedaban no sólo acentuadas por la calidad de los títulos pues éstos amplificaban el efecto de las mismas. Valgan, como ejemplo, algunos de los títulos, como Misterio y melancolía de una calle, el Enigma de la hora, Nostalgia del infinito y otros. Por otro lado, a la época de las estatuas y las arcadas debía suceder la de los maniquíes y de los interiores, coincidiendo con el nacimiento de la escuela metafísica. Indudablemente, la obra maestra de la citada escuela es las Musas inquietantes (colección Gianni Mattioli). Los maniquíes sin rostro, erguidos en medio de un lugar desierto ante el lejano perfil del castillo de Este, con juguetes y accesorios a sus pies, son la imagen misma de los durmientes, inspirados de la época de los "sueños". A continuación, De Chirico renegó de estas obras, de las que podría pensarse que le fueron dictadas por "otro" que había en él.


Musas inquietantes de Giorgio De Chirico (Colección Gianni Mattioli, Milán). Antes de que apareciera el Manifiesto del Surrealismo en 1924, con el que escritores y poetas iniciaban uno de los más apasionantes movimientos del arte contemporáneo, un extraño pintor, De Chirico, venía explorando el mundo enigmático del ensueño desde 1911 . Estas musas, de 1916, recortan su silueta escalofriante contra el fondo del Castillo de Este en Ferrara. 


Héctor y Andrómaca de Giorgio De Chirico (Colección Gianni Mattioli, Milán). Obra pintada en 1924, época de los maniquíes y de los interiores densos, que el propio pintor adscribiría a la escuela metafísica, y que sucedió a la primera época de las estatuas y las arcadas, de las plazas desiertas y las estaciones de ferrocarril. De todo ello, de ambas épocas, habría de renegar De Chirico, abandonando una obra de interés extraordinario, única, para dedicarse a una pintura conformista y adocenada. 

Lo importante de estas obras es que se convirtieron en pioneras del nuevo movimiento que habría de venir.
        
Eran ya plenamente surrealistas antes de la constitución del surrealismo y tuvieron efectos determinantes sobre algunos de los pintores que le dieron carácter: Max ErnstMan Ray, Yves TanguyRené Magritte y Salvador Dalí, entre otros.



Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

El Manifiesto del Surrealismo

Precisamente, fue Breton quien escribiera el manifiesta con el que nacía de forma "oficial" -valga la paradoja para un movimiento que no quería serlo- el surrealismo. En ocasión de la publicación del manifiesto, alrededor de Breton se encontraban Louis Aragon, Paul Eluard, Benjamin Péret, René Crevel, Robert Desnos, Georges Limbour, Georges Malkine, Philippe Soupault, Max Morise, Joseph Delteil, Pierre Naville, Francis Gérard, Roger Vitrac, Jacques André Boiffard, Jacques Baron, Max Emst, Man Ray, Jean Carrive, Antonin Artaud, Charles Baron, Georges Auric, Théodore Fraenkel, Francis Picabia, Marcel Duchamp, Marcel Noll, Jean Paulhan, Georges Ribemont-Dessaignes y Pierre de Massot. Casi in mediatamente después se unieron a ellos André Masson, Michel Leiris, Joan Miró y Roland Tual. Era una asamblea resplandeciente, si se tiene en cuenta que dos terceras partes de ellos han dejado huella de su paso con obras significativas en varios aspectos y esenciales en muchos casos.

El mismo año se inauguraba, en el número 15 de la calle Grenelle, el Centro de Investigaciones Surrealistas, al que Aragon calificó de "romántico albergue para las ideas indeseables y las rebeliones perseguidas". Finalmente, el 1 de diciembre de 1924 apareció el primer número de La Révolution Surréaliste, con un Préface firmado por J. A Boiffard, P. Eluard y R. Vitrac, que empezaba así: "Como el proceso del conocimiento ya no tiene lugar y la inteligencia no se tiene ya en cuenta, sólo el sueño deja íntegro el derecho del hombre a la libertad. Gracias al sueño, la muerte no tiene ya un sentido oscuro y el sentido de la vida se vuelve diferente". Luego se encuentra esta frase que justifica el análisis realizado del "movimiento desenfocado": "Todo es murmullo, coincidencia; el silencio y la llama arrebatan su propia revelación".

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Max Ernst y Masson

Sin duda, Max Ernst estaba predestinado a convertirse en el "ilustre forjador de sueños", por utilizar la expresión que él mismo dio como título a una de sus obras. Cuando era niño, de noche, antes de dormirse, contemplaba con fijeza un panel de caoba colocado a los pies de su cama y, en las vetas y nudos de la madera, descifraba escenas fabulosas: "un terremoto muy suave", "muchachas en posturas bonitas", "100.000 palomas". Estas visiones de somnolencia reaparecieron con mayor intensidad en 1925, cuando Max Ernst, contemplando en Pornic, Bretaña, las tiras de parquet de su cuarto del hotel, raídas y desteñidas, pensó en poner sobre ellas una hoja de papel de dibujo y restregarla con la mina de lápiz. Obtuvo así la impresión de la estructura desigual que había excitado su espíritu. Ya no quedaba más que "leer" en las formas así obtenidas el paisaje o el tema imaginarios, adaptarlas con acentuaciones o con retoques a las exigencias de la inspiración, fijándolas por fin en su ser con la ayuda de un título tan extraño como la misma imagen. El frottage así inventado provocaba en Ernst "la irritación de sus facultades visionarias" y le permitía "asistir como espectador al nacimiento de la mayoría de sus obras".

Como Marcel Duchamp, Max Ernst siempre tuvo por Leonardo da Vinci una admiración sin reservas, y fue en su Tratado de la pintura donde halló desde el principio la justificación de su propia búsqueda: "No es de despreciar, en mi opinión, si te acuerdas qué aspectos, ciertas veces, te has parado a contemplar en las manchas de las paredes, en la ceniza del hogar, en las nubes o arroyos: y si los consideras atentamente descubrirás en ellos inventos muy admirables.". Hay ahí el reclamo imperioso del valor absoluto de las grandes analogías, cuyo sentido ha sabido encontrar de nuevo el surrealismo y que el poeta-pintor Max Ernst supo poner en evidencia, con una capacidad de renovación sin igual a lo largo de toda su vida. Collages, frottages, calcomanías y ensamblajes, todos los procedimientos que en cualquier otro no constituirían más que técnicas, pertenecían para él al nivel de las "operaciones", como si su mano de zahori hubiese sido capacitada espontáneamente por alguna iniciación alquimista. Sorprendió considerablemente que en 1957 Bretón, suspicaz y febril, consintiera, a petición de algunos estúpidos que le acompañaban entonces, en "excluir" a Max Ernst del surrealismo. Se trataba, según la expresión deTalleyrand,"de algo peor que un crimen: un error", pues él era el auténtico "Mago del Surrealismo".



Jardín traga-aviones de Max Ernst (Colección Simone Collinet, París). Para este artista, la naturaleza jamás fue un refugio plácido. Desde la jungla donde anida una fauna terrorífica hasta los minerales que se mueven, el tema de la naturaleza carnívora halla su máximo exponente en esta acuarela de 1935, que pertenece a la serie de este título. 

La mujer tambaleante de Max Ernst (Kunstsammlung Nordrhein Westfalen, Düsseldorf). En 1923, cuando pintó esta obra, Ernst ya era un surrealista, incluso antes de que se publicara el manifiesto de Breton (1924). Por ello, Breton escribirá: "Guiado por la luz inmensa ... que Max Ernst fue el primero en hacer visible ... ". Su imaginación exaltada y su cultura filosófica convierten sus obras en una fantasmagoría, jamás exenta de humor. Es el ilustrador de los más íntimos deseos, de los más secretos sueños que ponen al descubierto el mundo hermético del inconsciente.  

La ninfa Eco de Max Ernst (Museum of Modern Art, Nueva York). Obra de 1936 que alude a un tema particularmente repetido. La fantasía anárquica de la naturaleza, con toda su ferocidad, viene a ser como una metáfora de la naturaleza humana, un signo de un mundo que se desmorona, devorándose a sí mismo. 

La alegría de vivir de Max Ernst (Colección particular). El paisaje natural, que ya aparece en el repertorio de este artista en la década de 1920, alcanza su punto culminante en esta obra de 1936. Su carácter eminentemente naturalista no le impide conseguir un efecto por completo traumatizante. La naturaleza aparece no sólo hostil, sino en proceso de degradación. Se trata quizá de una impresión grabada de forma indeleble en su imaginación, cuando el pintor vivió la obsesión de los impresionantes bosques que circundan la pequeña localidad de Brühl que le vio nacer. 

André Masson, con sus amigos Antonin Artaud, Michel Leiris, Georges Limbour y Roland Tual, entró en el surrealismo aproximadamente al mismo tiempo que aparecía el Manifiesto de André Bretón. A decir verdad, Limbour había ya participado en las reuniones del grupo en la época de los "sueños" y mantenía informados a sus amigos de las sesiones reveladoras a las que había asistido. Masson tenía por vecino, en su estudio de la calle Blomet, al catalán Joan Miró, y más allá, en la misma calle, vivían juntos, en una especie de cochera situada en el fondo de un patio, Robert Desnos y Georges Malkine. Masson, a quien un obús había desgarrado el pecho en el Chemin des Dames, arrastraba con él una insaciable virulencia contra la condición humana, a la que se oponía una visión casi extática de una posible reconciliación entre el hombre y el universo. Las primeras pinturas de Masson que vio Bretón, los Cuatro elementos, y las Constelaciones, eran herméticas y densas como cartas de tarot y, al mismo tiempo, denotaban el estremecimiento de toda la sensibilidad angustiada de un hombre vulnerable a los raptos de misticismo. Del mismo modo que con los Champs magnétiques Bretón y Soupault habían alcanzado una aceleración de la velocidad de escritura que les permitía abolir los controles, también Masson, con los “dibujos automáticos" que están reproducidos en la Révolution Surréaliste, se había impuesto una tal rapidez de dibujo que se podía decir que la imagen nacía de su lápiz o de su pluma sin que ni siquiera fuera consciente de ello. Esta capacidad de distensión y de disparo de la grafía, semejante a una flecha o a un cohete, se da en todas las fases de su obra y constituye, si así puede decirse, la estampilla por la que puede ser inmediatamente identificada. Las Matanzas, los Sacrificios, las Metamorfosis y los Laberintos se presentan como otras tantas constantes que revelan las preocupaciones metafísicas del artista. La esencia de los grandes mitos griegos, Eros, Tánatos y Dionisos, recobra en su obra una nueva vida, y pocos artistas habrán llevado tan lejos como él, y con tanta pasión, la búsqueda enfebrecida de las "correspondencias". A este respecto, hay una correlación entre la obra de André Masson y la de Max Ernst. Este ha cantado igualmente las Bodas químicas y los Dioses oscuros, así como las Selvas y soles, repletas de gran melancolía y grandes esperanzas románticas.

Los caballos de Diomedes de André Masson (Espacio Carole Brimaud, París). Pintor de lo trágico, en 1933 realiza esta obra que representa el mito de las yeguas de Diomedes que devoraban hombres. 

La caída o La violación de André Masson (Colección particular). Pintada en 1938, en esta obra dos hechos opuestos, dos fenómenos contradictorios, inexplicablemente reunidos en una sola imagen visual, producen un sobrecogimiento mágico, al que no es ajena la experiencia personal. 

Paisaje matriarcal de André Masson (Colección particular, París). Gouache pintado en 1937, que refleja su relación con los integrantes del movimiento psicoanalítico de la época.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Surrealismo

Fueron necesarios dos o tres años de gestación, entre 1921 y 1924, antes de que se produjese la irrupción manifiesta del movimiento que definió André Bretón por vez primera en el Manifiesto del Surrealismo. La palabra "surrealismo" no era inédita. Estaba ya en uso desde hacía algunos años entre Guillaume Apollinaire y sus amigos, pero no se aplicaba entonces más que a cierta forma de escritos poco definidos y de carácter intercambiable. El Manifiesto le dio su sustancia y le proporcionó la energía que hizo posible su sorprendente expansión.

Los años de gestación, denominados por Aragón como "movimiento desenfocado", coincidieron con el auge parisiense del movimiento Dada. Ciertos historiadores del dadaísmo, y algunos testimonios de su época de Zurich o Berlín, hicieron creer que Tristan Tzara y sus amigos lo habían inventado y descubierto todo, y que la única innovación de Bretón había consistido en sustituir el nombre de Dada por el de Surrealismo. Nada es más falaz, y el mismo Tzara lo reconocía de buen grado hacia el fin de su vida, aunque de vez en cuando, por un perverso placer, indujera a error a sus interlocutores universitarios. Sobre este punto resulta claro el Manifiesto Dada 1918, con el que Tzara causó fuerte impresión sobre sus allegados parisienses: "Que cada hombre grite -exclamaba-. Hay que llevar a cabo un gran trabajo destructivo, negativo. Barrer, limpiar". La desarticulación del lenguaje y de las formas plásticas, paralelamente a la desacralización de los valores morales, fueron las características de este movimiento al que sin duda alguna Alfred Jarry habría calificado de gran décervelage

Poema-objeto de André Breton 

(Colección F. Labisse). En 1936 

tuvo lugar en París una gran ex-
posición de objetos surrealistas, 
clasificados según las más varias 
procedencias. Incluso Breton, el 
máximo teórico del grupo, creó 
objetos poéticos como éste. 
Como tendremos ocasión de comprobar a lo largo del presente capítulo, algunos de los artistas más importantes e influyentes de todo el siglo XX se inscribirán en el movimiento surrealista. La lista es de lo más extensa, así que basta avanzar que surrealistas fueron, entre otros, Chirico, Ernst, Miró, GiacomettiMagritte, Dalí, etc.; figuras que todavía en la actualidad ejercen un poderoso influjo en las nuevas generaciones de artistas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Nace el surrealismo

El Manifiesto del Surrealismo, de 1924, jalona el nacimiento histórico del movimiento. Esta declaración de derechos y deberes del poeta es hoy universalmente conocida y son muchos los que se saben de memoria las frases de Breton que ondean al viento de la tempestad como otras tantas banderas negras: "El hombre, ese soñador definitivo ... "; "Querida imaginación: lo que amo sobre todo en ti es que tú no perdonas"; "La sola palabra libertad es lo único que aún me exalta".
La reunión de amigos, 1922 de Max Ernst (Museo Ludwig, Colonia). Esta tela de 1922 es un conjunto de retratos de los componentes del movimiento Dadá en París, los mismos que, en su mayoría, habrían de integrar dos años después el grupo surrealista. 

Estas frases irrumpían en un mundo que la guerra había minado moral e intelectualmente. Desde el romanticismo y algunos destellos del simbolismo, no se había oído un llamamiento apremiante formulado de modo tan perentorio. Su efecto tuvo fuerte repercusión y sus ondas propagaron el mensaje hasta nuestros días. Breton dio la siguiente definición del surrealismo: "Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, sea por escrito, verbalmente o de cualquier otra forma, el funcionamiento real del  pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral". A lo que seguía un comentario filosófico: "El surrealismo descansa en la creencia de una realidad superior de ciertas formas de asociación no tenidas en cuenta hasta hoy, de la omnipotencia del sueño, del proceso desinteresado del pensamiento. Tiende a arrasar definitivamente todos los mecanismos psíquicos restantes y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida".


Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

Orígenes

En el ambiente de despego y malestar consecutivos a la Gran Guerra, se experimentaba en forma generalizada la necesidad de una tabula rasa del lenguaje y de las formas plásticas, como se acaba de mencionar. Breton, Aragon, Eluard, Soupault, Péret y todos los futuros surrealistas tampoco vacilaron, desde que fueron informados, en ponerse en primera fila de esta rebelión dadaísta que tuvo en Tzara a su más ardiente propagador, a partir de 1916. Pero la burla, la provocación y el escándalo por el escándalo no podían perpetuarse ni satisfacer la ambición de estos hombres jóvenes cuya preocupación esencial consistía en cambiar profundamente la concepción de la vida y en suscitar una nueva sensibilidad en el mundo. Es indiscutible el hecho de que la mayor parte de poetas y artistas dadaístas alimentaron esperanzas análogas, pero sólo daban curso a su inclinación individual. El dadaísmo, en tanto que tal, no era más que contradicción, negación y destrucción, y de ello dan fe todos sus textos. Es a través de la revista Littérature (1919-1923) donde puede observarse el desarrollo y la conformación de la idea surrealista al margen del movimiento Dadá. Desde los primeros números se afirmó la presencia de Lautréamont, "el impensable conde de Lautréamont", como decía Antonin Artaud. Allí se dieron a conocer sus Poesías, hasta entonces inéditas, que son un manifiesto poético en prosa y completan, contradiciéndolos, los Cantos de Maldoror. La nota preliminar de Breton indica claramente la voluntad, compartida por sus amigos, de remontarse hasta la fuente de la poesía, concebida como única expresión verdadera del ser. No es exagerado afirmar que en aquel momento Lautréamont fue objeto de un verdadero culto tributario por este pequeño grupo de poetas. Treinta y dos años más tarde declaró Breton en sus Entretiens: "Nada, ni siquiera Rimbaud, me había agitado hasta ese punto ... Aún hoy soy absolutamente incapaz de considerar a sangre fría este mensaje fulgurante que me parece exceder por todas partes a las posibilidades humanas". Se trataba de un clima de fervor sacro que se instauró alrededor de la persona y la obra de los grandes iniciadores, como Aloysius Bertrand, Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Isidore Ducasse, Arthur Rimbaud, Germain Nouveau, Charles Cros, Alfred Jarry y Guillaume Apollinaire, esforzándose por arrancar de las tinieblas sus textos olvidados o inéditos, a los que se sometió a una nueva lectura más atenta, a fin de percibir mejor en ella su oculto sabor y su sentido secreto. En esta actitud no había nada compatible con los imperativos dadaístas, que imponían despego y burla, incluso respecto a los poetas más adecuados para estimular la nueva esperanza.

De octubre a diciembre de 1919, se publicaron en Littérature los primeros capítulos de Champs magnétiques, de André Breton y Philippe Soupault, acontecimiento capital que Breton recordó más tarde en estos términos: "Indiscutiblemente, se trata de la primera obra' surrealista' (y absolutamente diferente del dadaísmo), puesto que es el fruto de las primeras aplicaciones sistemáticas de la escritura automática ... La práctica cotidiana de la escritura automática -a veces nos dedicábamos a ella ocho o diez horas consecutivas- nos llevó a efectuar observaciones de gran alcance, que sólo más tarde se coordinaron y produjeron plenamente sus consecuencias. No es menos cierto que vivíamos en aquel momento la euforia, casi la borrachera del descubrimiento. Nos encontrábamos en la situación del que pone al descubierto un filón precioso". En 1930, en las anotaciones escritas sobre un ejemplar de una de sus amigas que Alain Jouffroy publicó en el séptimo nú mero de la revista Change, Breton esclareció de modo inapreciable algunos mecanismos que permitieron la articulación de este texto magníficamente oscuro. Para la elaboración de este libro, cuyo título original era Les Précipités, se había visto abocado, según dijo, “a contar con la eficacia poética de un lenguaje que rehusaba sacrificar ninguna de las posibilidades conscientes y que se limitaba a ser el vehículo indiferente de las imágenes sonoras, perceptibles con demasiada poca frecuencia en las actuales condiciones de pensamiento, pero perceptibles en el ensueño, en el estado de duermevela, en que yo había llegado a creer que se sucedían sin interrupción. Se trataba de forzar por cualquier medio aquellas imágenes para que tomaran prioridad sobre todas las demás, examinando sin prevención el resultado así obtenido”. La rapidez de la escritura interviene aquí para reducir, y anular si es preciso, el control de la razón sobre el libre discurrir, y ceder la palabra al yo profundo. “Se trataba, añadía Breton, de poder variar ... la velocidad de la pluma, de modo que se obtuvieran 'destellos' diferentes. Ya que, si bien parece demostrado que en esta especie de escritura automática es totalmente excepcional que la sintaxis pierda sus derechos (lo que bastaría para reducir a nada las 'palabras en libertad' futuristas), también es cierto que las disposiciones adoptadas para ir muy rápido o un poco más despacio son capaces de influir en el carácter de lo que se dice ... Quizá nunca se logre más concreta y dramáticamente asir el paso del' sujeto' al' objeto', que se encuentra en el origen de toda preocupación artística moderna”. Mediante el ejercicio de estas velocidades graduadas, todas muy superiores a lo normal, la coherencia tradicional de lo escrito se suprime para dejar paso a una coherencia de las pulsiones, afectiva, a primera vista indescifrable, pero que recoge todas las sorpresas perturbadoras o decepcionantes del sueño. La abundancia de imágenes que de ello resulta no es tan gratuita como parece, ya que a través de las brusquedades y síncopes de esta escritura se vuelve a hallar, transpuestos - transmutados, podría decirse-, el influjo de lejanos recuerdos mezclados a las sugestiones de la cotidianidad reciente, los meandros de los sueños entrecortados por las trazas de la obsesión, y las ideas estructurantes desflecadas por el asalto de los deseos ocultos. Como primer escrito surrealista con intención de serlo, los Champs magnétiques carecen quizá de la resonancia y amplitud de ciertas obras ulteriores, ya de los mismos autores, ya de Aragon, Eluard, Péret, Desnos y otros, pero contienen el fermento y el germen, que ha motivado detenerse en su examen.

Los años 1920 y 1921 asistieron a la culminación del influjo del movimiento Dadá en París, como se ha explicado anteriormente, pero sin que los objetivos, ya anticipadamente surrealistas, de los poetas de Littérature se perdieran de vista. Un examen de esta revista revela, a través de su continuidad, la oscilación que hizo pasar sin cesar a sus animadores desde el fondo de la ola hasta su cresta, o bien de una ola a otra. El sentimiento más o menos generalizado de aquel momento fue definido acertada mente por Louis Aragon en un texto inédito de 1921 (citado por Roger Garaudy- L’Itinéraire d'Aragon, París 1961). "Había en nuestras intenciones una grandeza que escapa, un deseo que sin embargo participaba más del infinito de cuanto hoy podría creerse. No se sabía nunca, finalmente, qué efectos tendría una actitud nuestra. Los acontecimientos podrán tomar un cariz imprevisto, no hay más que un paso de una imagen a la realidad; de pronto podíamos transportamos, del modo más inesperado, a un nivel absolutamente distinto y desencadenar una máquina para trastornar el mundo. Esta especie de oscura esperanza alimentada por muchos de nosotros es evidente que nunca la tuvo Tzara" Esta espera, esta vacilación, esta esperanza, caracterizan el período que Aragon designaba con la expresión de "movimiento desenfocado".

No obstante, en 1922 las cosas se precipitaron. La ruptura con Tzara estaba consumada y Breton se retiraba del dadaísmo: "No podrá decirse que el dadaísmo haya servido para otra cosa distinta que mantenernos en este estado de disponibilidad perfecta en que nos encontramos y del que ahora vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos reclama" Fueron precisos casi dos años, hasta 1924, para que este objetivo encontrara su expresión acabada en el Manifiesto del Surrealismo. Pero durante estos dos años aumentaba y se propagaba una fiebre hasta entonces desconocida. Era una euforia de descubrimiento, de navegantes que, en el límite de su esperanza, distinguen a lo lejos las costas de la isla del Tesoro. Lo que habían experimentado individualmente los románticos: "el sueño es una segunda vida" (Nerval), se hizo objeto de una verdadera revelación colectiva y se convirtió en el punto de partida de la búsqueda minuciosa de cada instante, con intención de transformar radicalmente los modos de sentir, de aprehender y de concebir el mundo. En el umbral del sueño se halla la clave de la inspiración, y es en el seno del subconsciente y, más allá, en las zonas ocultas de la vida inconsciente, donde se percibe el eco de la oscuridad. En 1922 se produjo lo que se designó con la expresión" época de los sueños" Robert Desnos, René Crevel y Benjamín Péret, en el transcurso de sesiones al principio espontáneas lograban sumergirse en un segundo estadio, especie de trance durante el cual se producía entre ellos y los amigos que les hacían preguntas un diálogo de los más extraños. Desde lo más profundo de sí mismos, daban respuestas totalmente alucinadas, en las que la conexión lógica e incluso de asociación se mostraba como rota, pero cuya resonancia, sin embargo, dejaba presentir que allí acababa de florecer la oculta verdad del ser. Los testigos de estas primeras experiencias, Eluard, Max Emst, Lirnbour, Morise y Breton, no consiguieron alcanzar el sueño hipnótico, pero no por ello se conmovieron menos profundamente por el comporta miento parapsíquico de sus compañeros. El resultado de los" sueños" fue confrontado con los Champs magnétíques y sometido a un examen capaz de suscitar fértiles reflexiones. Desde entonces, el sueño, la ensoñación estando despierto y los estados de abandono en que el espíritu se libera de sus frenos y de sus sujeciones, fueron objeto de una promoción tal como no habían conocido desde la época romántica. En 1923, Aragon escribió Une Vague de Reves, texto exaltado, inspirado, que tiene ya el carácter de un manifiesto: "Sueños, sueños, sueños, el dominio de los sueños se extiende a cada paso". Al mismo tiempo, una agitación eufórica, una fiebre de descubrimiento, una especie de borrachera nacida del ambiente, se adueñaban de la joven comunidad en formación. "Juntos, volveremos a poner a la Noche en su raíl", decía René Char. Aunque la haya escrito mucho más tarde, esta fulgurante divisa resume retrospectivamente lo que los surrealistas experimentaron y desearon en sus inicios. Un instinto muy seguro les condujo a los lugares, a los seres y a las obras cargadas de ese poder indefinible del que se puede esperar la revelación. "Descubren a m enudo una gran unidad poética que va de los profetas de todos los tiempos a las Illumínatíons y a los Cantos de Maldoror", escribe Aragón. El dictado del inconsciente, el" dictado mágico", como lo llama Breton en Entrée des Medíums, está llamado a sustituir paulatinamente a las elaboraciones concertadas y dirigidas por la razón. Una embriaguez de libertad da alas a una inspiración sin trabas, se trata de "la libertad donde nace lo maravilloso".

A continuación de Balzac, el primero en perfilar el contorno del mito de París, Baudelaire señaló lo siguiente: "La vida parisiense es fecunda en temas poéticos y maravillosos: lo maravilloso nos envuelve y empapa como la atmósfera" Sería traicionar a la verdad del surrealismo el silenciar la función desempeñada por París -cierto París nocturno, mágico-erótico, asombroso y oculto- en la cristalización de la energía emocional y de la sensibilidad surrealistas. Los paseos y las citas en lugares convenidos no representaban simples pasatiempos o encuentros anodinos, sino más bien etapas de un ritual. Jules Monnerot y, después de él, Julien Gracq han tenido razón al resaltar el carácter prerreligioso del surrealismo naciente, que, en razón a la imantación personal de André Breton, logró sobrevivir a todas las escisiones y a todas las crisis. Los jóvenes buscadores de oro perseguían una sacralización de todos los instantes, tanto en la calle como en los establecimientos elegidos para las confrontaciones y el diálogo. Un itinerario en particular atrae y retiene a Breton en razón de los símbolos y referencias de iniciación que lo jalonan, pero también porque su recorrido, como la experiencia le demostró, es favorable a los encuentros significativos. Mucho más tarde, en Amour fou, transmitió la urgencia que tuvo siempre para él el deseo de hallar, de conocer· "Aún hoy no espero nada sino de mi propia disponibilidad, de esta sed de errar' a la busca' de todo, de la que aseguro que me mantiene en comunicación misteriosa con otros seres disponibles, como si estuviéramos llamados a reunirnos a menudo" El privilegiado paseo de Breton partía de la plaza Maubert, donde se alzaba la estatua de Etienne Dolet, en el mismo lugar en que éste fue quemado vivo por herejía y ateísmo; atravesaba L'Ile de la Cité, cuna de París, se detenía en la Tour Saint-Jacques, por donde vaga la sombra de Nicolas Flamel, llegaba al Boulevard Sebastopol en los lindes de les Halles, y acababa alrededor de "la muy hermosa y muy inútil Porte Saint-Denis", tal como cuenta en Nadja. Aragon, por su parte, ha dejado una descripción inolvidable, en el Paysan de París, de ciertos lugares en que sopló el viento del surrealismo, como el pasaje de la Opera, el bar Certa, donde se reunían los dadaístas, y las Buttes-Chaumont donde se perfila la silueta etérea y angustiosa del Pont des Suicides. De hecho, es a una nueva "lectura" de la ciudad a lo que nos in vitaban los surrealistas, tomando esta palabra en el sentido que le atribuía Novalis, "leyendo" en los estratos y en las estrías de las minas los secretos del destino. El surrealismo, en su fervor colectivo, lo ha intentado todo para "introducir lo sagrado en la vida cotidiana", según la expresión de Michel Leiris, que, en un libro conmovedor y denso, L’Age d'Homme, ha trazado una fenomenología de estos hallazgos, de estos descubrimientos, de estos momentos valorizadores. Todo ocurría como si para aquella juventud ardiente cada instante de la vida debiera dilatarse hasta la eternidad "reencontrada", según la expresión de Rimbaud. Esta exploración apasionada de la noche fértil estaba presidida por el azar. Breton ha calificado de "azar objetivo" a los encuentros fortuitos o también a la coincidencia de circunstancias y las manifestaciones inopinadas cuyo efecto de sorpresa aumenta con el sentimiento de que han sido guiadas de antemano por alguna oscura necesidad. Estos hechos pertenecen a lo que él ha llamado la "magia cotidiana", gracias a la cual las coincidencias y los contrastes adquieren un valor premonitorio y se convierten en una clave capaz de conducir al conocimiento del ser y de su destino. 


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La mansión de la calle de Château

En 1926 Robert Desnos y Georges Malkine se pusieron en contacto con un trío de amigos que compartían una casita destartalada, en el número 54 de la calle de Chateau, en la parte posterior de Montparnasse, y vivían al margen de las convenciones sociales. Marcel Duhamel, Jacques Prévert e Yves Tanguy fueron presentados inmediatamente a Ereton e integrados en el movimiento, y la calle de Chateau se convirtió durante los dos o tres años siguientes en la sede de una actividad surrealista renovada e intensa. Fanáticos del cine y de las novelas folletinescas, asiduos clientes de los bares del barrio, ociosos con vehemencia, los Pieds-Nickelés de la calle de Chateau hacían gala de un desenfreno humorístico y de una ferocidad en el escándalo público de tal envergadura que no tenía en el surrealismo precedentes.


Viejo horizonte de Yves Tanguy (Galería Pierre Matisse, Nueva York). Hasta 1926, la obra de este pintor pudo considerarse como la de un naif, pero fue precisamente a partir de 1928, año en el que conoció a Breton, cuando surgió su estilo personal, lleno de misterio. Estas formas extrañas parecen sumergidas en un océano fantástico, en una atmósfera submarina que Tanguy explotaría pacientemente hasta 1930. 


Cita de las paralelas de Yves Tanguy (Fundación Emanuel Hoffmenn, Offentliche Kunstsammlung, Basilea). A raíz de un viaje a África realizado en 1930, la obra de este pintor experimentó un cambio definitivo: las formas se hicieron más precisas, salieron del océano para mostrarse sobre la tierra y a pleno sol. En este cuadro de 1935, los extraños objetos que pueblan este universo desolado, recuerdan minerales o huesos gigantescos reunidos en una visión apocalíptica que sobrecoge y sorprende a la vez. 

Yves Tanguy se descubrió a sí mismo en este clima de anarquía aceptada mutuamente. Tanguy solamente pintó durante una treintena de años, desde 1925 hasta su muerte. Su trabajo era frecuentemente lento y minucioso, con interrupciones que podían durar semanas, incluso meses, de modo que su obra es poco abundante, se halla dispersa en colecciones existentes en lugares muy diversos, y, en definitiva, es poco conocida. El Museo Nacional de Arte Moderno de París sólo posee un cuadro suyo, y Francia, después de su muerte, ha omitido concederle la menor retrospectiva. Es preciso, pues, admitir que en su propio país Tanguy ha continuado siendo, en cierto modo, un artista maldito. Con todo, no sólo fue el más puro y el más auténtico de los surrealistas, sino también, en todo el arte moderno, uno de los artistas más singulares e irreductibles. Horizontes lejanos bajo cielos inmensos, menhires vegetales, una luz que alumbra los mil matices del nácar y del ágata, son algunos de los componentes de la obra de Tanguy, que tiende ante la mirada de quien la contempla, la pantalla móvil de sus enigmas.


El tiempo amueblado de Yves Tanguy (Colección James Thrall Soby, New Canaan, Connecticut). Esta obra de 1939 evoca un universo destruido, poblado de extraños objetos fantásticos, que viene a ser como una premonición de una edad futura en la que sería posible la bomba ató- mica. Se ha dicho que este pintor es indudablemente uno de los surrealistas más singulares e irreductibles. 

⇨ Robert Desnos de Georges Malkine (Biblioteca Literaria Jacques Doucet, París). Retrato realizado en 1921 del poeta surrealista, que experimentó con la escritura automática basada en las imágenes oníricas. Al pintor, Desnos le dedicó su poema Destino arbitrario.



A menudo se veía en la calle de Chateau a Georges Malkine. Músico, pintor y poeta, era, ante todo, un explorador intrépido, insaciable de logros ilusorios y empeñado en poner de acuerdo a sus actos y su comportamiento con sus ambiciones espirituales. Malkine fue un surrealista ejemplar. Después de su éxito inesperado en la primera exposición que efectuó en la Galería Surrealista de la calle Jacques Callot, en 1927, desapareció en Oceanía y, desde entonces, al contrario que la mayor parte de artistas, no cesó de borrar sus pistas y de obstaculizar todo éxito eventual. Se le vio asumir las diversas funciones de corrector de imprenta, actor de cine y de teatro, y otras diversas. Emigrado a Estados Unidos durante veinte años, volvió a París a la edad de setenta años, para morir en 1969 en una buhardilla próxima a la Porte Saint-Denis, en un estado de extrema indigencia. Su obra es desconocida por parte del gran público, se ha dispersado o perdido, pero quedan restos de elevada calidad, sobre todo la serie de Estancias metafísicas pintadas al final de su vida y dedicadas a los poetas, músicos y artistas que había preferido.

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

Joan Miró

De Chirico, que, entre 1911 y 1917, fue el gran"metafísico", Max Ernst André Masson, que son los pintores-filósofos-poetas, poseen, con dos o tres más, las llaves del ámbito surrealista. Joan Miró, que en 1924 fue vecino de Masson en su estudio de la calle Blomet, y más tarde de Ernst, en la calle Tourlaque, durante 1927, llevaba consigo la frescura de un alba de Rimbaud.


Este es el color de mis sueños de Joan Miró (Colección particular). En esta obra de 1925, el texto se incorpora a la pintura a modo de poema visual; es la época en que el pintor afirmaría que no hacía distinciones entre poesía y pintura. 


La siesta de Joan Miró (Colección particular). El autor pintó esta obra en 1925, en la que demuestra haber creado un universo más allá de la vida aparente, formado por signos que representan la vida real. Paisaje: 


El saltamontes de Joan Miró (Colección J., Bruselas). Obra de 1926, en la que la serie de signos, cuidadosamente elaborados, se mueven formando un lenguaje propio. Breton dijo que el pintor catalán sólo tenía un deseo: abandonarse y pintar. Y añadió que por ello podía pasar por "el más surrealista de todos nosotros". 

Cuando se contemplan hoy los cuadros pintados por Miró en los años 1924-1930 es imposible sustraerse del magistral dominio del color que acreditaba el genial pintor. Ante sus obras, se siente el color como captado en su mismo nacimiento, un color a la vez amplio y ligero, donde se inscriben, decantados hasta la pureza primordial, los signos de una magia de encantamiento, acompañando y dando ritmo a la más inesperada de las fiestas espirituales. Joan Miró permite una nueva visión sobre las cosas, una mirada que se tuvo pero que se ha perdido por el camino. De este modo, Miró muestra las estrellas con la familiaridad de un niño que hace admirar sus canicas, estrellas danzarinas, díscolas, acariciadoras, que juegan en la límpida noche con los perros, los gatos, los saltamontes, los pájaros, las cabelleras de las mujeres y con delirantes fuegos fatuos. Un universo lúdico, el mirómundo, como se lo ha llamado en otro lugar, pues de sus obras es posible extraer una concepción muy personal de la vida. Este mirómundo se bosqueja en cada tela con su población de seres sensuales y tiernamente chuscos, cuyas formas recuerdan las de la ameba, de las holoturias, de los tubérculos y del castaño de Indias, seres que se prolongan en raicillas, en punteados, en nubes, que por todas partes surgen elementos palpantes y se desplazan con ayuda de la vibración de las pestañas. De esta forma, Miró invita a una coreografía en pleno cielo de tal naturaleza que, al contemplarla, hace inevitable que venga a la memoria este adagio: "a horizonte perdido, paraíso recobrado".


Bodegón del zapato viejo de Joan Miró (Colección James Thrall Soby, New Canaan, Connecticut). Este cuadro, pintado en 1937, en plena guerra civil española, logra que los objetos inertes vibren con intenso dramatismo, como un símbolo de la tragedia, paralelo al Guernica de Picasso. Los objetos realistas -un tenedor o una botella, un pedazo de pan o un zapato- parecen desintegrarse por el efecto de un color extraño, tenebroso, que hace de ellos un reflejo del drama y el horror que viven los seres humanos. 


El bello pájaro descifra lo desconocido a una pareja de enamorados de Joan Miró (Museum of Modern Art, Nueva York). Gouache que forma parte de la serie de 23 obras llamada Constelaciones, realizada entre 1939 y 1941; son como una imaginativa evasión que sucede a una época de enorme dramatismo en la obra de de este artista. De ellas, André Breton escribió: "Nos procuran la sensación de un hallazgo ininterrumpido, ejemplar, en el que la palabra serie adopta la acepción de un juego de destreza y de azar". 


La corrida de toros de Joan Miró (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Obra pintada en 1945 en la que los tres personajes de la composición son fácilmente reconocibles: el enorme toro central tiene a la derecha el torero con la muleta desplegada y el estoque en el puño, y a su izquierda, el caballo destripado. Sin embargo, no reflejan en absoluto un aire gozoso de fiesta, sino que asumen la tragedia. 


El oro del azul del cielo de Joan Miró (Centro de Estudios de Arte Contemporáneo, Fundación Joan Miró, Barcelona). A mitad de la década de 1960, la obra de este artista experimenta un proceso de depuración. Aquellos personajes inconfundibles, tanto si se mostraban rebosantes de humor como si aparecían con su aire de espantosa tragedia, han cedido paso al puro signo pictórico. Todo aquí es línea y color sin que por ello el mundo que describe el pintor haya perdido sus características inconfundibles.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El carnaval de Arlequín


El Carnaval del Arlequín (Le Carnaval d'Arlequin) es una de las telas más célebres de Joan Miró. La pintó en París durante el invierno de 1924-1925, en el estudio que el escultor Pablo Gargallo poseía en la calle Blomet y que éste le cedía durante sus ausencias.

Un autómata que está tocando la guitarra y un arlequín con bigotes tienen los papeles principales. A su alrededor aparecen gatos jugando con unas bolas de lanas, unos pájaros ponen huevos de donde salen mariposas o unos peces voladores se van a la búsqueda de los cometas. También se ve como un insecto se escapa de un dado o un mapamundi espera sobre la mesa, así como una escalera que tiene una oreja humana enorme proyecta un ojo minúsculo entre los barrotes.

El ojo, adoptado como emblema para señalar la presencia del hombre, será una constante en la producción artística de Miró y aquí aparece por toda la tela, pues se abren unos ojos sobre los cubos, los cilindros y los conos. A través de una ventana que se abre al exterior se advierte un azul del cielo con una pirámide de color negro, que Miró dijo ser la Torre Eiffel, una especie de llama roja, de compleja identificación, y un sol.


En la obra se aprecia una clara tendencia por parte del pintor a llenar toda la superficie del cuadro con muchos elementos, con juguetes fabulosos, curiosos animales o criaturas semihumanas. Esta composición abigarrada, según el autor, se debe a las alucinaciones causadas por el hambre. Él mismo comentaba que en esta pintura "intentaba plasmar las alucinaciones que me producía el hambre que pasaba. No es que pintase lo que veía en los sueños como entonces propugnaban Breton y los suyos, sino que el hambre me provocaba una especie de tránsito parecido al que experimentaban los orientales".

En la tela se encuentran ya los signos predilectos del lenguaje mironiano que se repetirán en obras posteriores, como la escalera, símbolo de la huida y la evasión, pero también de la elevación; los animales y, sobre todo, los insectos, que siempre le interesaron mucho. O la esfera, a la derecha de la composición, una representación del globo terrestre; en palabras del artista: "ya entonces me obsesionaba una idea: ¡He de conquistar el mundo!". Asimismo, el ojo y la oreja provienen de Tierra labrada, su primera obra de transición del realismo a lo onírico e imaginario.

Esta obra supuso la plena aceptación del artista en el grupo surrealista de París, dirigido por André Bretón, que, incluso llegaría a afirmar que Joan Miró, con su gran imaginación, era el más surrealista de todos ellos, aunque el pintor catalán nunca se sintió como tal.

Un dibujo preparatorio conservado en La Fundación Miró de Barcelona pone de manifiesto la preocupación del artista por la composición de todos y cada uno de los motivos, aparentemente dispuestos de forma inconexa y arbitraria, pero que en cambio siguen una estructuración completamente tradicional.

En este cuadro reelabora elementos figurativos aparecidos en obras de Pieter Brueghel y de El Bosco, donde se asiste también a esta invasión de criaturas simbólicas.

Como La masia, el Carnaval del Arlequín es una obra detallista que exige una lectura detenida. Los colores, sobre todo los primarios, obedecen también a esta lectura detallada y participan igualmente de la unidad armónica del cuadro aportando más dinamismo a la obra. Este óleo sobre tela, de 66 x 93 cm., se conserva en la galería AlbrightKnox de Buffalo, Nueva York.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Giacometti, Magritte, Dalí

Arp, DuchampPicabia y Man Ray han sido objeto de análisis en el estudio precedente sobre el movimiento Dadá. A excepción de Man Ray, que casi no abandonó París entre los años los años 1921 y 1940, los demás únicamente retornaron de modo intermitente, apartados de querellas, poco inclinados a luchas doctrinales y refractarios a la disciplina colectiva, pero, a pesar de ello, o, quizás, gracias a ello, fueron grandes aliados. Picasso, admirado y reconocido por Breton a partir de 1922 como el "desencadenador" de todo el arte moderno, estuvo presente en todas las revistas surrealistas, hasta Minotaure "Usted ha dejado colgar de cada uno de sus cuadros una escalera de cuerda, léase una escalera hecha con las sábanas de su cama, y es probable que, tanto usted como nosotros, no deseemos más que bajar, que subir de nuestro sueño". Así es como Breton se dirigía a Picasso en 1929, con estas elogiosas palabras, en Le Surréalisme et la Peinture. Este, que había adornado, a guisa de frontispicio, la recopilación de Breton titulada Clair de Terre con un admirable retrato del autor, no escatimó su simpatía por un movimiento de cuya importancia global se había hecho cargo inmediatamente.


Cadáver exquisito de André Breton, Georges Sadoul y Robert Desnos (Colección particular). Estos tres personajes vinculados al movimiento surrealista crearon esta obra en 1929, pintada con la técnica del gouache.





Alberto Giacometti nació en 1901 y con apenas 28 años se presentó en París atraído por el esplendor de una ciudad que bullía como pocas en el plano artístico. Desde pequeño ya conoció lo que era vivir en un ambiente artístico pues su padre, Giovanni, era un notable pintor impresionista en la Suiza de aquellos tiempos. La pulsión artística que vivió en su infancia le llevó a seguir estudios de dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios de Ginebra, que después se le quedaría pequeña, del mismo modo que Suiza, para sus deseos de convertirse en un artista importante. Así, llegado de Stampa, su ciudad natal, Alberto Giacometti se unió al llegar a París a Georges Bataille, quien dirigía en el año 1929 la revista Documents, donde volvían a encontrarse Michel Leiris, Georges Lirnbour, Robert Desnos y Roger Vitrac, que habían roto con Breton. Se aproximó a éste algo más tarde y sus intercambios fueron lo bastante privilegiados como para que fuesen objeto de uno de los capítulos de Amour fou, donde Breton describe la génesis de la escultura de Giacometti titulada Ahora, el vacío, pero más frecuentemente conocida bajo el nombre de Objeto invisible. Las obras de Giacometti del período 1929-1935, principalmente Jaulas, Objetos desagradables, Mesa en un corredor, Mujer degollada y Palacio a las 4 de la mañana, respondían a la nueva concepción del "objeto de funcionamiento simbólico", tan apreciada en aquel momento por los surrealistas. Estas obras aparecían como la materialización de objetos soñados, cuyo oscuro sentido parecía preñado de premoniciones y presagios. De ellas emanaba una fascinación singular, algo parecida a la de ciertos objetos sin edad hallados misteriosamente y de los que se desconoce su función y su uso. Más adelante, ya en la década de 1940, Giacometti daría por superado su paso por el surrealismo y regresaría al arte figurativo. No se abre para él una época de mediocridad o de ostracismo, pues en los años siguientes habría de dar a la luz algunas de las obras que con mayor merecimiento han pasado a los anales de la Historia del Arte. De este modo, durante su período figurativo crea sus conocidas figuras humanas alargadas, que aparecen sacudidas a veces por un espasmo nervioso que les recorre todo el cuerpo. Por otro lado, también sería justo señalar las no menos interesantes incursiones de Giacometti en el terreno de la pintura. Sus obras pictóricas, aparte del indudable valor artístico con el que merecen ser juzgadas, cobran especial importancia porque se convirtieron en una especie de señal de la llegada del que quizá es la corriente filosófica que define el siglo XX: el existencialismo. Efectivamente, el mismo Jean Paul Sastre afirmaba reconocer en las obras del escultor y pintor suizo algunas de las ideas que serían propias y definitorias del surrealismo. Por ejemplo, así escribía el pensador francés: "Giacometti por igual niega la inercia de la materia y la inercia de su nada pura; el vacío es lo pleno, flujo desplegado; lo pleno en el vacío orientado. Lo real fulgura".


Objeto desagradable, para echar de Alberto Giacometti (Colección particular). Entre los años 1925 y 1930, la obra de este artista es una expresión plástica surrealista como manifestación del mundo irracional de los sueños. 



⇦ La mesa de Alberto Giacometti (Museo Nacional de Arte Moderno, París) Escultura en yeso dorado realizada en 1933, que corresponde a la concepción surrealista del "objeto de funcionamiento simbólico" o de la "materialización de objetos soñados". Es una de sus obras más extrañamente fascinantes.




Aproximadamente al mismo tiempo que Giacometti, el surrealismo se enriqueció con un reclutamiento de peso, consistente en la persona de René Magritte, que vivía en Bruselas rodeado por los poetas E. L. 'T. Mesens, Paul Nougé, Louis Scutenaire, Camille Goemans y André Souris.


Juntos habían constituido una Sociedad del Misterio en cuyo seno los acontecimientos de la vida ordinaria y los elementos de la percepción cotidiana eran objeto de una glosa poética que la pintura de Magritte traducía en imágenes. "Magritte - escribe Breton- es el primero que, a partir del objeto más humilde, apostó ... sobre su "punto de fuga" y quiso abarcar todo lo que se descubre más allá. Fue así como se situó en óptimas condiciones para hacer que el analogon de Constantin Brunner hiciera constantes viajes de ida y vuelta entre la" realidad relativa", percibida por los sentidos, y la "realidad absoluta", deseada por el espíritu". Las imágenes de Magritte, hechas al estilo de las "lecciones de cosas"; sin buscar en absoluto efectos plásticos, ofrecían entre 1926 y 1930 cierto aspecto de soledad, como si el pintor se hubiera prohibido a sí mismo ir más allá de la simple representación de la idea, y contrastaban vivamente con el barroquismo suntuoso de las composiciones de Max ErnstMasson o Miró. Su técnica se refinó considerablemente entre 1932 y 1940 y, más aún, en los últimos diez años de su vida, pero siempre en el sentido de otorgar mayor precisión al objeto representado. La pintura de Magritte hace pensar en algún magisterio iniciático cuyas enseñanzas se dirigieran a las nociones de identidad y de propiedad de las cosas. Dos textos relativamente recientes de Henri Michaux, En révant á partir de peintures énigmatiques, y de Michel Foucault, Ceci n 'est pas une pipe, han subrayado la proyección psicológica y filosófica de esta obra que, difamada durante mucho tiempo, es hoy objeto de constante aumento de valoración internacional. El verdadero resorte de la pintura de Magritte, tal como él mismo quiso hacer que lo comprendiéramos, fue su deseo de suscitar el equivalente del sentimiento de misterio experimentado por él en distintos momentos de su infancia y juventud, y sobre todo el experimentado ante películas mudas de episodios, como Judex, Fantomas o los Misterios de Nueva York.



Las cómplices del mago de René Magritte (Colección Lizzola, Milán). Obra pintada en 1927 por uno de los más interesantes representantes del surrealismo. Este pintor belga dio una de las posibles claves para la lectura de su obra al afirmar: "No hay duda de que un sentimiento puro y vigoroso, llamado erotismo, me ha salvado de caer en la búsqueda tradicional de una perfección formal. Mi interés reside particularmente en provocar un choque emocional". Esta extraña composición, a base de elementos perfectamente realistas, ejerce una fascinación mágica, a la vez que abre posibilidades a la imaginación.  


El mundo perdido de René Magritte (Galería Milano, Milán). Data de 1929. Si bien en su obra realizada con una técnica pictórica deliberadamente descuidada, el artista pinta las cosas tal como son, pero en situaciones imposibles; en cambio aquí insiste en poner de relieve la absurda relación que se establece entre los objetos, su imagen visual y el término que los designa. Porque en esta tela, si el nombre del objeto ha reemplazado a la imagen, quizás sea para indicar que su función en este paisaje imaginario nada tiene que ver con lo que su nombre o su imagen puedan indicar. 


La isla del tesoro de René Magritte (Colección particular, Bruselas). Obra pintada en 1942, en la que el artista parece cuidar sobre todo su técnica y su paleta, intentando matizar la luz al modo de Renoir, quizás para evadirse de la vida precaria que ofrecía la Bélgica de la II Guerra Mundial. Magritte, como Ernst, demuestra auténtica obsesión por las aves: palomas o águilas aparecen frecuentemente en su obra. Aquí la incongruencia de unos seres entre aves y plantas, con alas inútilmente desplegadas y raíces clavadas en la tierra, simboliza el angustioso contrasentido de la naturaleza humana. 


Manía de grandezas de René Magritte (Galería Alexander lolas, París). Una de las más fascinantes proposiciones de la obra del primer surrealista belga es solucionar el enigma, por lo tanto vale la pena saber lo que él mismo dijo de este desnudo seccionado en tres partes, pintado en 1961: "Se trata de un sueño sobre el presente y cada sección de torso representa una generación pasada". El fondo de arquitectura y nubes presta a la figura la aureola de un gran monumento.  

Un inventario de los primeros promotores del surrealismo no resultaría completo sin la mención de Salvador Dalí. Participó en las actividades del movimiento entre 1929 y 1936. Además, fue el único surrealista que magnificó la gloria personal, el oro, la monarquía y Dios. Sus referencias plásticas a Picasso, ChiricoMax Ernst, Miró, Tanguy y Magritte caracterizan sus obras de los primeros tiempos, a la vez que su constante empleo de la técnica académica de los contemporáneos de Meissonier. El resultado sorprende con una colección de imágenes que se pretende delirante y chocante: relojes blandos, personajes con párpados sostenidos por muletas y atrofia o hipertrofia de los miembros. Todo este carnaval para-freudiano, acomodado a una teoría llamada "paranoico-crítica", sirvió de trampolín a una gloria comercial que se apoyaba en la extravagancia de la vestimenta y la exuberancia de los bigotes. En 1941, André Breton puso en su lugar a la obra de Dalí en estos términos: "A despecho de una innegable ingeniosidad en la realización de su propio escenario, la obra de Dalí, desfavorecida por una técnica ultrarretrógrada (vuelta a Meissonier) y desacreditada por una indiferencia cínica con respecto a los medios de imponerla, ha dado desde hace mucho tiempo signos de pánico y no se ha salvado más que organizando su propia vulgarización. Hoy cae en el academicismo -un academicismo que por su sola autoridad se declara clasicismo- y desde 1936, por otra parte, ha dejado de tener la menor relación con el surrealismo".


Aparato y mano de Salvador Dalí (Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida). Con esta obra, de 1927, el joven Dalí entra de lleno en el movimiento surrealista al presentar este cuadro en el Saló de Tardar de Barcelona. Es la época en que está muy vinculado a Larca, Buñuel y Paul Éluard. 


La vejez de Guillermo Tell de Salvador Dalí (Colección Mme. Natalie de Noailles, París). Obra pintada en 1931 sobre el célebre episodio de la historia suiza que aquí se interpreta no como un acto de heroica piedad filial, sino más bien como la anécdota erótica de un incesto. Ello corresponde al método paranoico-crítico definido por el mismo Dalí como "método espontáneo de conocimiento racional basado en una asociación interpretativacrítica del delirio".   


Caballero de la muerte de Salvador Dalí. El tema de la muerte ha obsesionado a los pintores desde siempre, y su tratamiento e interpretación han sido muy variados. En este caso, el artista ha optado por un cadáver en descomposición montando un caballo en el mismo trance. El paisaje de fondo con un arco iris pareciera aportar un atisbo de recuperación y de retorno a la vida después de la tormenta. La obra es de 1935.



El rostro de la guerra de Salvador Dalí (Museo Boymans van Beuningen, Rotterdam). Realizada en 1940, en esta obra el artista parece expresar todo el horror de la guerra civil española y de la guerra mundial que se iniciaba. Sin embargo, Breton, que no compartía las ideas políticas de Dalí, calificó repetidamente de retrógrada la obra del pintor catalán y negó la validez de su propuesta de sistematizar la confusión para desacreditar el mundo de la realidad.

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

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