Punto al Arte: 06 La reacción neoclásica
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El redescubrimiento de la antigüedad


A mediados del siglo XVIII, la preponderancia del estilo barroco puede darse como definitivamente caducada. Y muy pronto esta fatiga de las formas del barroquismo tomará el aspecto de una violenta reacción.

En realidad, fueron varias las causas que contribuyeron a atraer de nuevo la atención hacia el arte antiguo, a producir un nuevo interés por las formas clásicas, que se valoran entonces de muy distinto modo a como se las había considerado a partir del Renacimiento. Lo que se fragua entonces es una convicción de que el arte antiguo ofrecía posibilidades que jamás habían sido entrevistas, y ello se deriva de varios hechos.

Descubrimiento del templo de lsis en Pompeya, de William Hamilton (Campi Phlegraei: Observations on the Volcanoes of the Two Sic/fes). La estampa número 41 de este estudio sobre las ruinas de la antigua Pompeya es una buena muestra del interés analítico por la naturaleza de los artistas del siglo XVIII. Su autor, un erudito embajador inglés afincado en Nápoles, y cuya principal afición era la arqueología, donó toda la colección que fue acumulando durante cuarenta años al Museo Británico de Londres.

Sin lugar a duda, uno de los más importantes es que en 1719 eran descubiertas las ruinas de Herculano, sepultadas bajo la lava en la famosa erupción del Vesubio. La dureza de la lava había permitido obtener allí algunos hallazgos, pero impidió su prosecución; en cambio, las excavaciones empezadas en Pompeya, en 1748, lograron en seguida un éxito mucho mayor, ya que aquella ciudad había quedado recubierta sólo por cenizas volcánicas: los monumentos no habían sido tan destruidos, y la menor dureza de las capas de recubrimiento facilitaba los trabajos de excavación. Estos habían revelado datos insospechados sobre la vida y el arte entre los antiguos. Y dichos resultados, acogidos con entusiasmo, habían abierto los ojos hacia un nuevo modo de contemplar las ruinas monumentales de Roma, mientras restos de otros monumentos hasta entonces olvidados, como los del palacio de Diocleciano en Split, eran objeto de estudio.

Mas, por aquella época, también Grecia, otro de los grandes referentes de la Antigüedad, era objeto de un "redescubrimiento". En 1751, J. Stuart y N. Revett emprendían un viaje de exploración de los monumentos griegos. Estuvieron en Grecia cinco años, y en 1762 publicaban el primer volumen de las Antiquities of Athens. Hacia esta época, Winckelmann publicó su importantísima Historia del Arte en la Antigüedad y Lessing su no menos relevante Laocoonte. El arte antiguo, por lo que se desprendía de los trabajos críticos, era algo más libre y vivo de lo que se deducía de las recetas de Vitruvio y de sus comentadores del Renacimiento. Los órdenes de Vitruvio, que los arquitectos del Renacimiento habían tratado de reconocer en los monumentos romanos, no eran más que un fantasma ideológico. Allí estaba, para deponer contra ellos, la Grecia ahora descubierta con todo un fantástico cúmulo de no pocas sorpresas. El Partenón no se sujetaba al canon de Vitruvio; cada templo dórico tenía una proporción diferente. Con cada descubrimiento, con cada nueva interpretación, se derruía un prejuicio que se había instalado desde el Renacimiento. Al libro de Stuart y Revett siguieron el de Wilkins, Magna Grecia; el tratado de Penrose sobre el Partenón, el de Cockerell sobre el templo de Egina, para no citar sino trabajos ingleses, pues la lista es realmente extensa.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La reacción neoclásica

De nuevo se asiste a finales del siglo XVIII, a una nueva oscilación en las concepciones artísticas. Si el Clasicismo buscaba en la Antigüedad clásica las fuentes de inspiración y prácticamente la esencia misma de los valores estéticos, el barroco y el rococó habían hecho gala, como se ha visto, de la imaginación y de la libertad del artista para crear de múltiples maneras.

Cúpula del Panteón, de Germain Soufflot (Pa-
rís). Jean Baptiste Rondelet terminó 26 años 

después una impresionante iglesia inspirada 

en el Panteón de Agripa en Roma y la cúpula 

en la Catedral de San Pablo de Londres y que,
tras la Revolución Francesa, sirvió como se-
pulcro de los hombres ilustres de la patria.
Pero cuando aún no había acabado la centuria en la que se forja el estilo rococó, vuelve a pendular el arte y otra vez mira al mundo antiguo, al esplendor de Grecia y Roma. Pero esta vez lo hará de otra forma. En realidad, gran parte del renovado interés por lo clásico se debe a las nuevas tendencias filosóficas nacionalistas y a los nuevos descubrimientos arqueológicos que se realizan y que, como se verá seguidamente, permiten que esa mirada a lo clásico sea nueva, serena, limpia, sobria y, sobre todo, algo menos encorsetada que la visión del Renacimiento y el Clasicismo. Además, cabe destacar un hecho no poco importante en este período, pues habremos de hablar del Neoclasicismo en una joven y poderosa nación, los Estados Unidos de América, que habrá de desempeñar un papel fundamental en el curso de la Historia y del Arte.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escultura neoclásica

Mientras por toda Europa, y hasta en América, la arquitectura aceptaba decididamente las formas de un arte antiguo entendido sólo a medias (¡cuán poco griegos parecen hoy estos edificios neoclásicos!), la escultura y la pintura pretendían seguir igual camino. En pintura, este proceso, esta "neoclasización", iba a resultar al fin y al cabo casi imposible, ya que era poquísimo entonces lo que de la pintura romana antigua habían revelado las incipientes excavaciones de Pompeya, aún en fase algo embrionaria. En escultura, la tarea resultó mucho más fácil. Winckelmann, uno de los grandes estudiosos del arte de la antigüedad clásica, como ya se ha mencionado, dirigía principalmente sus estudios a la escultura, que era lo que había podido analizar, aunque tan sólo en algunos de sus aspectos. Schelling, más tarde, llegó a afirmar que el único medio de comprender la literatura griega era iniciarse antes en la belleza clásica por las estatuas. El grupo de críticos y artistas que a fines del siglo XVIII fundaba en Roma el Instituto de Correspondencia Arqueológica ponía todo su interés en las esculturas. No es de extrañar, pues, que los edificios neoclásicos se llenaran de pobres imitaciones de los dioses antiguos, y que los grandes hombres como Napoleón, Wellington y los sabios de aquel tiempo se retrataran desnudos, como los antiguos atletas, con ojos sin pupilas, a fin de parecer aún más griegos, tal era su deseo de ser como los grandes hombres de la antigüedad. Sin embargo, de la multitud de escultores de esta época sólo dos nombres resisten a las mudanzas del gusto, tan características de esa época. Uno de ellos es el danés Thorvaldsen y el otro el veneciano Canova. Thorvaldsen estuvo en Roma y allí trabajó largo tiempo. Sus mármoles afinados, pulidos, tienen cierto encanto de reposo, son lo que podría llamarse bien "dibujados"; en ellos no hay errores, pero tampoco ofrecen grandes novedades, y aunque son versiones nobles y amables del cuerpo humano, y que de sus estatuas no se halla ausente el espíritu, manifiestan poca inspiración.

Pequeño pastor, de Bertel Thorvaldsen (Thorvaldsen Museum, Copenhague). Este dogmático rival de Canova recibió encargos de todas las cortes europeas, y su influencia pesó enormemente en la escultura alemana del siglo XIX. Realizada en mármol, este trabajo de Thorvaldsen destaca sobre todo por la tensión de la pierna doblada del chico desnudo, el movimiento sugerido por la ligera torsión de la cabeza del perro y el cuidado detallismo de la piel de cordero sobre la que se sienta la figura. 

Ganímedes y el Águila, de Bertel Thorvaldsen (Thorvalsen Museum, Copenhague). De un tamaño casi natural de 86 cm y realizada en mármol, quien fuera uno de los más buenos amigos del escritor Hans Christian Andersen repetiría el personaje de Ganímedes en varias ocasiones más, enfatizando la andrógina sensualidad de la figura. En esta escultura de 1817, el copero del Olimpo ofrece néctar al águila de Zeus con una ambigua atención. 

Canova era otro temperamento que llevaba además en su sangre veneciana el instinto de la belleza plástica. Mas, como le ocurrió a todos los neoclásicos, resulta casi siempre afectadamente inexpresivo; hasta cuando esculpe sus diosas y sus amores, sus estatuas son innegablemente bellas, ello no admite discusión, mas parecen encantadas por un hechizo que las ha paralizado y convertido en mármol, como si en vez de animar el escultor el mármol hubiera petrificado a seres vivos.

⇦ Busto de Madame Récamier, de Joseph Chinard (Museo de Bellas Artes, Lyon). Esculpido en mármol en 1802 siguiendo la tradición realista de Houdon, tan rica en contenido psicológico, supone un paso del neoclasicismo al romanticismo. En este retrato de Juliette Récamier, el maduro escultor oficial del imperio napoleónico junto a Canova, refleja la singular belleza de la dama, que se muestra entre recatada y pícara, con una suave sonrisa sugerente y coqueta. También el pintor Jacques-Louis David la quiso inmortalizar en un cuadro que quedó inconcluso, dado que la modelo no toleraba las largas sesiones de posado. 



Trabajaba para Napoleón y su familia; pudiéndose decir, a la vista de la multitud de encargos que recibía por parte de ellos, que era su escultor de cámara. La más bella de sus esculturas, acaso sea también el retrato de Paulina Bonaparte, la liviana e ingenua hermana del emperador, a quien éste casó con el príncipe Borghese, y a la que representó Canova semidesnuda, recostada en un lecho antiguo, personificando a Venus.

Asimismo, de las damas del Directorio y del Imperio se hicieron muchos retratos. La emperatriz Josefina fue retratada en busto por el escultor F. J. Bosio, el autor de la cuadriga del Arco del Carroussel. De madame Récamier, pintada por David y Gérard, hizo un busto delicioso J. Chinard, de Lyon.

Retrato de Paulina Bonaparte, de Antonio Canova (Galería Borghese, Roma). La poesía neoclásica de la escultura de Canova queda patente en esta representación de la hermana de Napoleón, recostada y semidesnuda en una chaise-longue con una pequeña manzanita en la mano, tal y como SI fuera una personificación de Venus. Esculpida en 1808 durante el matrimonio que pactó el propio Napoleón con el príncipe Camilo Borghese, cuya colección de arte donó al museo del Louvre, la imagen que ofrece de la ingenua princesa está muy idealizada bajo las formas típicas de la escultura neoclasicista. 

Si estos escultores son todavía discutibles, mucho menos interesantes resultan los pintores del primer grupo neoclásico, que fueron encabezados por Mengs, un artista academicista de fama internacional. Este era oriundo de Bohemia y trabajó para todas las cortes de Europa, después de pasar por Italia. Su sistema, que, por lo demás, era el de todos los pintores neoclásicos, no podía ser menos creativo: reproducir en la pintura los cánones y modelos de las estatuas antiguas. Como de la antigüedad no se han conservado cuadros y muy pocos frescos antiguos se conocían entonces, quizá no tenía más remedio que imitar las esculturas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Francia, Inglaterra y Estados Unidos

En Francia, la moda neoclásica venía preparada por las restricciones de la Academia, que aceptaba el barroco sólo parcialmente. Por otra parte, una revolución intelectual, que iba a ejercer funciones de revulsivo de una gran crisis político-social, facilitaba la vuelta a la sencillez antigua.

Pequeño Trianón, de Jacques-Ange Gabriel (Versalles). Bajo la geometría simple y matemática de este palacete de corte neoclásico aún late un ritmo musical que recuerda la fina sensibilidad del rococó. Construido entre 1762 y 1764 para Madame de Pompadour, su composición cúbica, la presencia de un pórtico de columnas en la fachada y la falta de frontón y balaustrada en la corona hace pensar en cierta medida en el Palladio de Andrea Pietro de la Góndola. 

Los mismos aristócratas participaban de este deseo. Pueden mencionarse, entre los más relevantes, al conde Caylus, gran viajero y crítico, quien reclamaba mayor atención para el arte clásico; mientras que la Pompadour enviaba a su hermano, el marqués de Marigny, a Italia para estudiar la "verdadera belleza". Cuando todavía bajo Luis XV, J.-A Gabriel construyó, en 1762-1764, el Pequeño Trianón se adoptaron ya las formas rectas, más simples y más griegas en su concepción. Por otra parte, en Versalles, la librería que manda construir el rey Luis XVI contrasta con los departamentos anteriores, llenos de amorcillos y fantasía rocalla. Medallones, vasos, guirnaldas y alegorías se trazaban con las menos curvas posibles; hasta las volutas se dibujaban rectilíneas, como los meandros. He aquí el nuevo estilo. Grecas y palmetas eran las decoraciones preferidas.

Hotel de Salm, de Pierre Rousseau (París). Aunque hoy alberga la cancillería de la Legión de Honor, propugnada por Napoleón, inicialmente fue diseñado para el uso personal del príncipe alemán Federico III de Salm-Kyburg. El palacio, que fue construido entre 1782 y 1787, tiene una réplica idéntica en San Francisco del arquitecto George Applegarth de 1915.  


Entre las obras principales de esta época en París, hay que citar el Palais Royal; el Hôtel de Salm, hoy cancillería de la Legión de Honor; el de la Moneda y la Escuela Militar. En provincias, el estilo se difundía con entusiasmo: Metz y Estrasburgo sufrían asimismo grandes reformas; en Burdeos, por otra parte, se llevaba a cabo la construcción de un gran teatro de la ciudad, con su columnata romana, y en Amiens se levantaba otro de líneas aún más neoclásicas.

Como edificios religiosos hay que citar, además de la fachada de San Sulpicio en París, obra de Servandoni en 1733, la de San Eustaquio, bella iglesia empezada en los primeros días del Renacimiento, y que no vería su terminación hasta finales del siglo xvrn, cuando un nieto de Mansard y, más tarde aún, un tal More a u-Desproux, le pusieron un frontis neoclásico que daba por finalizada, finalmente, la construcción.

Fachada de San Sulpicio, de Giovanni Niccoló Servandoni (París). Tras ganar el concurso de arquitectura de 1732, el pintor y escenógrafo florentino realizó una obra en el más puro estilo clasicista dentro de la tendencia neoclásica que imperaba en la época. Su repercusión e influencia cruzó el océano, siendo imitada por los arquitectos nicaragüenses de la Catedral de Managua. 

La erección del Panthéon, en París, por Jacques-Germain Soufflot, es por lo demás sintomática del nuevo estilo que está sustituyendo al anterior, aunque bien es cierto que puede ser considerado como un edificio de transición. A su regreso de Roma, Soufflot recibió el encargo de erigir aquel gran edificio, que debía ser iglesia de Santa Genoveva, en la antigua colina donde según la tradición la santa patrona de París había sufrido el martirio. De este modo, Soufflot proyectó, en el año 1754, la construcción que empezó a realizar mucho más tarde, en 1764. En dicho monumento se alían fórmulas distintas en las que sólo indirectamente se tienen en cuenta los principios del nuevo ideal arquitectónico. El edificio, más hermoso que imponente, ofrece un carácter ecléctico basado en ideas que ya antes habían sido aplicadas; su cúpula es palladiana, el pórtico manifiesta una interpretación de los órdenes arquitectónicos según la tradicional teoría de Vitruvio y el carácter austero del interior, con sus grandes superficies lisas, recuerda el interior de la catedral londinense de San Pablo, de Wren, monumento que en verdad podía entonces tomarse como un ejemplo de clasicismo. Lo único que se ajusta en el Panthéon a la nueva sensibilidad que está recorriendo Francia en ese momento es la carencia de la animación barroca, ya que sus muros exteriores son lisos y su adorno se reduce a un sobrio friso de elegantes guirnaldas, muy alejado de los excesos que habrían caracterizado la decoración del templo apenas unas décadas antes.

Saline Royale, de Claude-Nicolas Ledoux (Arc-etSenans, Besançon). El conjunto arquitectónico que compone esta fábrica de sal, a 35 km de Besan<;on, es una de las principales construcciones industriales del Iluminismo francés. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1982, reúne once edificios estructura dos en forma de semicírculo que corresponden a los depósitos de sal, el ala residencial de los trabajadores y las oficinas de la dirección. Construido entre 1775 y 1779, abriga actualmente un museo temático sobre la producción salina y un instituto de investigación y desarrollo tecnológico. 



⇦  Fachada del Panteón, de Germain Soufflot (París). Inspirado en el Panteón romano de Agripa, el pórtico de columnas sobre el que descansa un frontón clásico denota el gusto arqueológico de los arquitectos que lo erigieron. Jean Baptiste Rondelet la acabaría 26 años después, enfatizando el carácter conservador de la obra y evidenciando la importancia de su construcción tanto del arquitecto que la diseña como del ingeniero que la produce. 



El camino iniciado en el Panthéon de Soufflot tiene en la obra de los arquitectos Boullée y Ledoux una de sus cotas más apasionantes. Ellos fueron autores de una arquitectura en el sentido puro, formalmente abstracta e intelectual, que raya lo utópico y lo visionario. Su utopía representaba una ruptura con el pasado y el inicio de una nueva era.

Hay que analizar en primer lugar la obra de Boullée. Étienne-Louis Boullée tuvo una doble formación como pintor y arquitecto y desde muy joven ejerció como profesor. Su papel como teórico de la arquitectura, cuyas ideas se conocen a través del manuscrito Architecture. Essai sur l'Art, fue igualmente notable y comparable a su labor como artista. Defensor de una arquitectura planteada en términos de absoluta libertad, trabajó a partir de las formas geométricas simples y puras exentas de adornos, exaltando la grandeza de las construcciones en su monumentalidad y demostrando una gran sensibilidad plástica en el tratamiento de las luces y las sombras; según él, la luz evocaba la presencia de lo divino. Su obra sólo se conoce por dibujos y grabados antiguos: se trata de proyectos tan vastos como irrealizables en los que se fusionan los modelos clásicos a partir de una gran libertad creativa y compositiva: Proyecto de gran catedral metropolitana, Proyecto de cenotafio para Newton, etc.

⇦ Interior del Panteón, obra de Germain Soufflot (París). La iglesia, dedicada inicialmente a Santa Genoveva, fue destinada posteriormente a sepulcro de los hombres ilustres de Francia. La decoración interior está plagada de elementos de cariz neoclásico, como las columnas corintias y el desarrollado tambor superpuesto a la balaustrada. Los antiacademicistas criticaron la estructura por su imitación de las casas de recreo romanas. 



Boullée difundió el pensamiento de la Ilustración a través de sus discípulos, pero fue finalmente Claude-Nicolas Ledoux quien dejó un conjunto importante de obras basadas en el nuevo ideal arquitectónico. Típico representante del intelectual ilustrado, su principal objetivo era alcanzar una sociedad renovada en total armonía con la naturaleza, y el arquitecto era en este nuevo contexto el sustituto del Creador. Aceptó la novedad de la técnica reivindicando a la vez la labor artesana como medio de dignificación del trabajo. Su proyecto de la ciudad ideal de Chaux, desarrollado a partir de la construcción de la fábrica de sal que había realizado para Luis XVI en Arc-et-Senans en 1773-1779, es uno de los primeros ensayos en arquitectura industrial, un complejo fisiocrático de planta circular que busca en cada uno de sus elementos un nuevo orden surgido de ideas renovadoras de arquitectura estrictamente práctica, que combina las formas clásicas con un cierto pintoresquismo. Si bien éste fue un proyecto irrealizable en su totalidad, su obra de las barrières o portazgos de París, edificaciones situadas en los principales accesos de la ciudad, pusieron en práctica sus ideas sobre la construcción.

Cabe señalar, llegados a este punto, que después de la Revolución, el neoclasicismo tuvo que acomodarse sin más remedio a las necesidades de las nuevas instituciones del Estado, relegando parte de los ideales de la Ilustración que hicieron posible la arquitectura utópica y visionaria.





Iglesia de la Madeleine, de Pierre-Aiexandre Vignon (París). La unión entre el sistema ornamental de orden clásico y la estructura esencial del edificio denota el espíritu con que el neoclasicismo retomó la tradición arquitectónica de las antiguas construcciones griegas y romanas. El objetivo, pese a todas las divagaciones teóricas y estéticas del arte y la crítica barrocas, responde sobre todo a un interés arqueológico, más que innovador. El templo griego brindaba el ejemplo perfecto de esta unidad entre construcción, forma y decorado. Construida por diversos arquitectos entre el siglo XVIII y mediados del XIX, la iglesia de la Madeleine no recuerda en absoluto las formas típicas de un espacio cristiano, sino más bien una gran caja majestuosa envuelta por un columnario fastuoso cuya principal virtud es la vistosidad y una suntuosa aparatosidad.



Palais Bourbon, de Bernard Poyet (París). Convertido hoy en sede de la Asamblea Nacional, el palacio fue construido a comienzos del siglo XVIII para Madame de Montespan y Louise Fram;oise, hija de Luis XIV. Encargado inicialmente al arquitecto Giardini bajo la supervisión de Hardouin Mansart en 1722, sufriría varias transformaciones cuando el encargo pasó a manos de Jacques Gabriel seis años después. Más tarde, el Príncipe de Candé, nieto de la Duquesa de Bourbon, pediría a Soufflot diversas modificaciones en las austeras concepciones primigenias de Mansart y Gabriel. Finalmente, por orden expresa de Napoleón, se contrató a Poyet para que modificara la fachada norte imitando el columnario de la iglesia de la Madeleine. 

Esta tendencia no podía menos que acentuarse, por razones de tipo ideológico, durante el período de la Revolución y bajo el Imperio. En la Revolución, porque la severidad y la vertu de los romanos de los tiempos de la República era lo que se consideraba más digno de ser tomado por modelo por parte de los citoyens, y bajo el Imperio, porque aquel nuevo estilo clásico (que entonces adquiere una pomposidad de gran pedantería) era lo que más se avenía con las glorias del invencible Empereur.

Así, todas las construcciones napoleónicas se acomodan, pues, al estilo del Imperio romano, y aparecen animadas por un épico soplo de entusiasmo por lo antiguo.

Uno de los edificios más característicos de la época es en París la iglesia de la Magdalena, que había quedado sin terminar durante el período revolucionario, y que acabaron Contant d'Ivry y después Couture, acudiendo al recurso de remedar la columnata que Chalgrin había puesto en la fachada de Saint Philippe-du-Roule. Este frontis romano a su vez sería objeto en provincias de frecuente imitación. Según Napoleón, la que fue iglesia de la Magdalena había de ser el Templo de la Gloria.

Arco del Carroussel, de Pierre Fontaine y Charles Percier (París). Emulando el Arco de Septimio Severo en Roma, los dos arquitectos levantaron este monumento entre 1806 y 1808 en homenaje a las victoriosas gestas de Napoleón. Sobre las columnas de las dos fachadas principales, decoradas con bajorrelieves que escenifican la batalla de Austerlitz, se esculpieron las estatuas de cuatro soldados napoleónicos y, en lo alto, un grupo de figuras que representa a una Victoria conduciendo la cuadriga del triunfo. Los tres vanos de la puerta conmemorativa están enmarcados en mármol rojo y blanco en un alarde de lujo ostentoso que contradice los postulados populistas que provocaron los altercados revolucionarios de 1789. 



Por otra parte, la Bolsa, de A-T. Brongniart, es otro ejemplo de aquel modo grandioso y macizo de concebir la arquitectura de carácter monumental. Igualmente, el Palacio Bourbon (en la actualidad Cámara de los Diputados) recibe entonces su fachada grandiosa, y Charles Percier (1764-1830) y Pierre Fontaine (1762-1853) completan la parte del Louvre que da a la rue Rivoli y erigen en el Jardín de las Tullerías el Arco del Carroussel, rematado por el grupo de la Victoria triunfal conduciendo la cuadriga. Hay que citar también el colosal Arco de l'Etoile, proyectado por Chalgrin, inaugurado cuando la gloria napoleónica no era ya más que Historia, en el año 1836.

En este sentido, lo mismo cabe decir de la columna que con la estatua imperial se levantó en el centro de la Plaza Vendome, llegando a ser casi una copia de la Columna Trajana.

Somerset House, de sir William Chambers (Londres). El arquitecto que impartió clases de dibujo a Jorge 111 de Inglaterra fue el encargado de erigir este palacio de estilo Tudor en un antiguo emplazamiento cuya capilla, erigida por lnigo Jones en 1638, sería destruida en 1775 sin conservarse en la actualidad los planos de su alzado. En la actualidad constituye un inmenso centro cultural que alberga varias pinacotecas del Courtauld Instituto of Art, de la Gilbert Collection y del Ermitage de San Petersburgo. 

Por su parte en Inglaterra, donde el restablecimiento de la simplicidad clásica empezaba con sir William Chambers, el arquitecto del colosal edificio llamado Somerset House, en el muelle del Támesis. Pero los que tienen el mérito de haber popularizado el estilo nuevo fueron los hermanos Robert y James Adam, llamados los Adelphi (Los hermanos), quienes acertaron a imaginar toda una gramática decorativa de lazos, medallones y guirnaldas, que ha demostrado sobradamente su éxito pues se emplea todavía hoy en día con el nombre de Adam Style. En resumen, todos los elementos del estilo Adam son los del arte clásico antiguo (o etrusco, como entonces se decía), afinados como para hacerse todavía más griegos si cabe.

Puerta de Brandemburgo, de Carl Gotthard Langhans (Berlín). Levantada entre 1788 y 1794, es una de las primeras obras del neoclasicismo arquitectónico alemán. Se aprecia claramente la influencia que tuvo en su autor sus conocimientos sobre la arquitectura de los Propileos, aplicando el orden dórico en este monumento conmemorativo. Adornada con una Cuádriga esculpida por J. V. Schadow, la puerta se convirtió en símbolo de la separación entre las dos mitades de la ciudad durante los años de la guerra fría, hasta el derribo del muro de Berlín en 1989. 

Es imposible citar aquí ni una mínima parte de lo mucho e importante que se construyó en Austria y Alemania por esta época. Se hará mención de sólo la Rathaus, de Baden; la Puerta de Brandemburgo, en Berlín; el Museo de Cassel, la Gliptoteca de Munich, etc. Hasta en Rusia se dejó sentir la misma moda y en el palacio del Ermitage, de San Petersburgo, aparecen los atlantes haciendo oficio de soportes.

En Italia, por otra parte, la reacción resulta casi inapreciable, pues el barroco nunca dejó de ser romano. No obstante, hay que citar como ejemplo de adhesión al movimiento neoclásico algunos edificios de gran interés, como el Casino de Livia, en Florencia; la iglesia de San Pantaleón, en Roma; en Venecia, la iglesia de Santa Magdalena, el teatro La Fenice, etc.

En cuanto a lo que fue realizado en España de la tendencia neoclásica se ha comentado ya con gran extensión en otro capítulo de esta obra.

Cúpula del Capitolio, de William Thornton y Charles Bulfinch (Washington). Levantado en 1793 por Thornton sobre planos de Hallet, el edificio sería terminado finalmente por Bulfinch ayudado por B. H. Latrobe. Ampliado posteriormente por Thomas Walter rememorando la cúpula del Panteón de Roma, alberga actualmente el Senado y el Congreso de los Estados Unidos de América. La arquitectura neoclásica tuvo una gran acogida en el país por su gusto republicano por imitar las formas del mundo antiguo. 

En Estados Unidos se comprende que las primeras construcciones nacionales debían llevar impreso el sentimiento de amor por las formas clásicas. Allí, en la América libre, se trataba de organizar una nueva sociedad, tomando por modelo las antiguas repúblicas, que se tenían como el gran modelo a imitar. El Capitolio de Washington es un colosal conjunto de columnatas y muros lisos coronado por la cúpula, inspirada en la del Panteón de Roma. El edificio fue construido por W. Thornton y Ch. Bulfinch, y su cúpula por Tomás Walter. Las viviendas privadas, edificadas muchas de ellas de madera, tuvieron que adoptar casi por obligación el gusto neoclásico, que no se vale más que de formas rectas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El siglo de la Revolución francesa


Toma de la Bastilla, anónimo del siglo XVIII (Museo Carnavalet, París).
Sin lugar a duda, uno de los grandes acontecimientos de la Historia es la Revolución francesa. En los últimos años del siglo XVIII el Viejo Continente acogía dos corrientes que parecían irreconciliablemente antagónicas. Las ideas absolutistas, herederas del feudalismo más feroz, contra las ideas de la Ilustración, la esperanza para un mundo más racional y lógico.

Obviamente, la Revolución no se inicia con los primeros hombres y mujeres que en 1789 se lanzan a las calles de París a reclamar un cambio de régimen, sino que el embrión revolucionario hay que buscarlo mucho más atrás. Así, el aplastante absolutismo parecía mostrar tendencias algo suicidas pues ahogaba a un pueblo al que sólo parecía dejar la opción de alzarse en armas. Por otro lado, ya en 1789 en los Estados Unidos de América llegaba al poder George Washington, un hombre cuyas ideas serían claves para la historia de ese país y para la cercana revolución gala.

Por tanto, a la vista del funcionamiento de la sociedad francesa de esa época, parece lógico y esperable que estallara una revolución de tales características. La situación era insostenible en 1789 y los disturbios callejeros se iniciaron el 12 de julio de ese año y tuvieron uno de sus momentos culminantes en la toma de la Bastilla de dos días más tarde. De este modo, estallaba la revolución que habría de borrar del mapa de Francia el Viejo Régimen para instaurar un sistema más democrático.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Jacques-Louis David

Por fortuna aparece en Francia un gran artista neoclásico: Jacques-Louis David, el pintor revolucionario que fue amigo después de Napoleón. David nació en París en 1748; fue discípulo de la Academia y obtuvo, tras cuatro tentativas infructuosas, el premio de Roma, donde residió cuatro años, participando allí en los ideales del movimiento de reacción neoclásica. Vuelto a París en 1784, expuso su cuadro El Juramento de los Horacios, lienzo en que aparecen los animosos jóvenes romanos que juran ofrecer sus vidas en sacrificio patriótico. El tema y la ejecutoria no podían encajar mejor con los gustos de la época. Todos los detalles quieren ser apropiados a la antigüedad, pero en éste, como en sus otros cuadros, no carece David de inspiración.

Con esta obra el artista reivindicó, en realidad, los derechos de la moderna pintura de Historia, del mismo modo que Greuze había reivindicado la pintura de temas de elevación moral a través de la exaltación de los sentimientos nobles, o del mismo modo que Hogarth quiso reivindicar la pintura de sátira social con propósitos moralizadores.


Bonaparte atravesando los Alpes, de Jacques-Louis David (Museo Nacional de Chateau, Versalles) El autor supera todos los principios pictóricos del neoclasicismo, dejándose llevar por el ambiente épico de la Revolución y del Imperio. Formalmente rompe con el hieratismo habitual de otras pinturas y juega con la torsión y el movimiento tenso de la montura para conseguir un efecto más impactante y triunfalista, de una viveza sin igual. 

Cabe destacar, por otro lado, que la originalidad de David en sus Horacios no se basa en la intención del tema que por él fue escogido, sino en el modo tan acertadamente dramático como lo supo desarrollar. El cuadro contiene sin lugar a duda teatralidad, pero su dramatismo, lejos de ser una impostura, se apoya en calidades puramente pictóricas. El mismo autor, hablando de esta obra suya, hizo observar que para lograr su objetivo se había basado sobre todo en el valor plástico del color, que -según su punto de vista- es en pintura el elemento fundamental con el que debe jugar el artista. Después prestó atención al modelado, porque le interesaba hacer resaltar la auténtica calidad humana de la composición.


Más tarde, al sobrevenir las jornadas revolucionarias, David, amigo de Marat y Robespierre, participó activamente de la furia desatada de aquellos días, y la Asamblea Nacional le encargó una composición conmemorativa del Juramento en el Juego de la Pelota. Miembro de la Asamblea, fue uno de los que votó la muerte de Luis XVI, y organizó la fiesta del culto al Ser Supremo por orden de la Convención. Después de la caída de Robespierre, pasó cinco largos meses en la cárcel; allí tuvo tiempo de planear su famoso cuadro Las Sabinas. Al advenimiento de Napoleón, David, sugestionado por la lectura de los clásicos, sobre todo por Plutarco, reconoció en el caudillo corso a un héroe de la antigüedad y se adhirió en cuerpo y alma al emperador, quien le encargó sus cuadros más famosos: el de la Coronación, enorme composición que contiene multitud de bellos retratos; otro fue el de las Águilas. Ambos actualmente se custodian en el Museo del Louvre.


Las sabinas interponiéndose entre romanos y sabinos, de Jacques-Louis David (Musée du Louvre, París). Esta obra, neoclásica por la precisión y el carácter analítico del dibujo, encierra una alusión política muy clara para sus contemporáneos. Fijando el movimiento de la escena, el autor pone de manifiesto de modo sugerente la llamada a la reconciliación de las clases sociales surgidas de la Revolución, con una simbólica sabina Hersila en el plano central, de una luminosidad diferencial, en actitud de mártir crucificada y al mismo tiempo de sufrida pacificadora. Mientras que en otros cuadros de David primaba el sentimiento romántico, en éste se hace gala de un exhaustivo clasicismo emulando a Rafael y Poussin y sustituyendo un estilo más sensual por otro más puro, de tipo griego. Así, el desnudo masculino adquiere aquí una importancia esencial en los soldados, pero el público no entendió con buenos ojos la androginia de las dos milicias. Se sabe que el autor cobraba por exponer la obra en su propia casa, pero ante el rechazo que causó optó por editar uno de los primeros catálogos que se conocen del arte europeo, anticipándose a las grandes exposiciones modernas del siglo XX cuyo principal reclamo es el libro de la muestra. 

Antes de los Cien Días, los entusiasmos napoleónicos del gran pintor fueron olvidados por Luis XVIII y David pudo continuar en París. Pero cuando Napoleón regresó de la isla de Elba, fue uno de los primeros firmantes del acta imperial que excluía a los Barbones del trono de Francia, y así se comprende que, después de Waterloo, no le quedara a David otra posibilidad que la de desterrarse a Bruselas. El pintor de la epopeya napoleónica murió allí en 1825.

Hoy se tiene otro concepto de la pintura decorativa; para estos asuntos de conmemoración histórica se prefieren tonos suaves, armonías grises, que no salgan de la pared; en fin, que la pintura no desarmonice con la arquitectura. Por esto no agradan esos grandes plafones históricos de David, como la Coronación, el fuego de Pelota o las Águilas; pero David era, como la mayoría de los pintores neoclásicos, un gran retratista y ha dejado muchas muestras de su habilidad en esta materia, lo que permite apreciar una faceta importante de su arte.


Consagración del emperador Napoleón I y  coronación de la emperatriz Josefina en la Catedral de Notre-Dame, de Jacques-Louis David (Musée du Louvre, París). Pintado entre 1806 y 1807, dos años después de la glorificación de Napoleón como emperador, David optó por una representación realista obviando toda alusión a las formas antiguas. No fue una obra bien acogida por la contundente manera de plasmar la soberbia de un soberano que se corona a sí mismo y a su esposa, relegando a un segundo plano el poder papal de Pío VIII, que observa la escena con rabia contenida. Manifestando una actitud crítica vistiendo a Napoleón con los atributos del Antiguo Régimen previo a la Revolución, plasma en este lienzo el momento en que arrebata la corona de las manos del papa. Napoleón abrió con esta obra el primer museo público de Francia en 1809, utilizando la institución como instrumento de poder político aunque presuntamente con un interés pedagógico para el pueblo. 

Asimismo, es reseñable que tuvo buen número de discípulos e influyó mucho en otros pintores de fines del siglo XVIII e inicios del XIX, como Louis-Léopold Boilly, que fue en cierto modo el pintor más genuinamente costumbrista de la época del Directorio y del Imperio.

Pero los verdaderos y directos discípulos de David fueron Gérard, Ingres y Gros. Gérard entró en el taller del maestro en el año 1789. Era también un gran retratista, y Napoleón valióse de él para su personal glorificación; Gérard lo retrató coronado de laurel, con un manto imperial, y hasta hizo no pocos esfuerzos en otro retrato para embellecer a María Luisa. Inmediatamente después de Austerlitz, Napoleón le mandó conmemorar su victoria con una gran pintura decorativa. Gérard fue todo un personaje. Los salones de su esposa fueron tan famosos como la labor artística del marido; por espacio de treinta años reunió en ellos a los artistas e intelectuales de París, porque, a diferencia de David, Gérard se reconcilió después con los Barbones y pintó también por encargo de Luis XVIII.


Madame de Verninac, de Jacques-Louis David (Musée du Louvre, París). De una severidad absolutamente neoclásica, el retrato desprende una belleza elegante que no obstante sugiere una gran serenidad. El cuadro responde a uno de los muchos trabajos que le encargó a David la aristocracia napoleónica. En este caso, la modelo y musa quiso verse representada como una diosa clásica griega para promover su propia exaltación individual y querer así destacar en sociedad con un esplendoroso retrato. En la obra no hay ningún elemento que sobresalga más que la propia retratada, sobre la cual se apoya toda la atención del cuadro. Tachada de frívola por la crítica especializada por su basta utilización ornamental de los elementos grecorromanos en la ropa y el mueble, sin llegar a captar la esencia del arte antiguo, es sin embargo en la carga psicológica donde David consigue su máximo poder de seducción. 

Gros entró en el taller de David cuando aún era un adolescente, pues no tenía aún quince años. Al estallar la Revolución marchó a Italia y allí conoció a Bonaparte, que estaba en Milán dirigiendo las brillantes campañas de su juventud. Gros retrató a Napoleón cuando con la cabeza descubierta se arroja al frente de sus tropas sobre el puente de Arcole para tomarlo al enemigo. Este retrato se ha hecho famoso. Napoleón quedó tan satisfecho, que nombró a Gros para formar parte de la comisión que debía escoger obras de arte de las ciudades conquistadas para formar el Museo de París. Más tarde pintó otros cuadros de la epopeya napoleónica por encargo del Gobierno imperial. No se les podía acusar, pues, a los discípulos de David, de prescindir de su tiempo para encerrarse en una falsa resurrección de la antigüedad. Su clasicismo es sólo de apariencia, sus ideas y pensamientos eran modernos, y Gros, sobre todo, lleva ya en sí el fermento del Romanticismo pictórico, en tal grado que, ya en pleno siglo XIX, se suicidará al verse relegado por los pintores románticos, que al principio miraban con interés sus obras.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El academicismo de Ingres

El rival de Gros fue Ingres, también discípulo de David. Nacido en Montauban en 1780, se dice que, habiendo visto en Toulouse unas copias de Rafael, sintió desde aquel momento decidida vocación por la pintura; la "religión de Rafael" debía inspirar toda su vida. Por lo demás, la historia de su carrera es poco más o menos la misma de los artistas franceses de su tiempo: primer viaje a París, ingreso en el taller de David y Premio de Roma, sólo que en el año de 1801 el Gobierno no tenía dinero para enviar sus pensionnaires a Italia.

Hasta 1806 no pudo disfrutar de su beca. En Roma -donde prolongó su estancia durante veinte años- pintó sus cuadros más famosos, dentro del más puro estilo académico, y sus dibujos de trazos finos realizados entonces son excelentes. El dibujo, según él, constituye el fundamento de la pintura. "Un buen dibujante siempre podrá encontrar el color que corresponda al carácter de la obra." Para la pintura suya más famosa, La Fuente, dícese que empleó más de cuarenta años, retocándola siempre.

Napoleón visita a los apestados de Jaffa, de Antonie-Jean Gros (Musée du Louvre, París). En 1804, Gros representó un episodio real acontecido cinco años antes. Durante su campaña en Egipto, y con una intención claramente propagandística, Napoleón visitó una colonia de enfermos que habían recurrido al canibalismo y la coprofagia para poder sobrevivir. Impregnado de un aura divina, la figura de Napoleón en el centro del cuadro, de donde emana la mayor luminosidad, el pintor evidencia su repulsa por el trato casi secular y endiosado del emperador, a imagen de lo que el pueblo ve en él, justo en el momento en que, aparentemente ungido por un poder curativo, pretende aliviar a un apestado tocando uno de sus bubones, mientras un oficial detrás de él se tapa con un pañuelo ante el mal olor que desprende la herida. Con este gesto, Gros manifiesta la contradicción entre el idealismo con el que se refleja al emperador y la grotesca realidad. 

Apoteosis de Homero, de Jean Auguste Dominique lngres (Musée du Louvre, París). Siguiendo el gusto neoclásico por reverenciar el mundo griego antiguo, lngres coloca a Homero en el centro del cuadro en el momento en que recibe homenaje de los artistas de Grecia, Roma y la época moderna, en una composición triangular muy armónica formada por tres manchas de color blanca, roja y verde y flanqueada por otras dos opuestas, de rojo y verde. Pintado en 1827, reúne al menos 45 personajes alrededor del poeta heleno, encabezados por una Victoria alada que le corona y con dos alegorías de la !líada y la Odisea sentadas a sus pies. Entre los figurantes destacan también los retratos idealizados de Apeles, Fidias, Rafael y Miguel Ángel, reivindicando las raíces clásicas del autor, así como también los de Poussin y Moliere, que miran al espectador para introducirle en la escena. Se dice que para el templo y el friso que lo decora precisó de un arqueólogo para afianzar la precisión del dibujo tras más de trescientas probaturas en papel. 


A su actitud académica -en absoluta oposición a la de Delacroix- debió Ingres todos los juicios adversos que desde el arte pictórico del Romanticismo se han emitido contra él. Pero es un caso el suyo que reclama revisión. Si proclamó que "el secreto de la belleza reside en la verdad", no por ello merece ser considerado, en lo mejor suyo (que no son únicamente los retratos), como un pintor verista. Sus obras maestras no son desde luego los encargos que realizó sobre temas grandilocuentes, como su amanerada Apoteosis de Homero (en el Louvre), ni el falso exotismo de sus Odaliscas, que es en verdad demasiado convencional. Pero su rafaelismo -que ya se inicia en su autorretrato juvenil del Museo Condé, de Chantilly (1804)- no es justo considerarlo como una simple supeditación a Rafael. Lo que sí intuyó Ingres en los retratos de Rafael fue una lección por él sabiamente empleada: que la línea no traduce la realidad, sino la impresión que ha de recibir quien contempla la obra. Para David contó mucho la anatomía; para Ingres lo único que interesa es el efecto visible. Ambos artistas representan, así, dos puntos de vista distintos, en los logros de toda la fase final del neoclasicismo pictórico.

Baño turco, de Jean Auguste Dominique lngres (Musée du Louvre, París). Pintado en 1862, rotas ya las cadenas de la reacción neoclásica, lngres se especializó en el dibujo del desnudo femenino, repetido en esta obra maestra hasta veinticuatro veces en diferentes posturas. Inspirándose en los sensuales relatos de Lady Montagu, esposa del embajador inglés en Constantinopla, después de acudir a varios baños públicos, lngres fue recopilando en diversos cuadernos más de doscientas descripciones de mujeres entregadas al placer ocioso de cuidar sus cuerpos. La composición circular del marco muestra una visión casi clandestina, como si el autor hubiera estado espiando por un agujero en la pared. Algunas de las modelos son musas ya conocidas en otras obras de lngres, como la Odalisca con Esclava, la Mujer Dormida, la Fornarina de Rafael y tres o cuatro bañistas de otros cuadros del propio autor.

La emperatriz Josefina, de Pierre Paul Prud'hon (Musée du Louvre, París). Inscrito ya en el pictoricismo de gusto romántico, este óleo de 1805 es uno de los innumerables retratos que la emperatriz le encargó a su pintor favorito. Tras formarse en la Academia de Dijon, marchó muy joven a tierras italianas, donde trabó amistad con Antonio Canova. Instalado definitivamente en París en 1787, se dedicó exclusivamente al retrato y a la pintura alegórica, rasgo que se destaca sobremanera en esta escena idealizada y sensual, pero de una frialdad extrema. La suavidad cromática, la elegancia y el encanto se anticipan al drástico cambio que sufriría su obra tras el suicidio de su amante, cuya trágica muerte le sumió en una profunda depresión que expresaba duramente en cuadros cuya temática se centraba en la justicia y la divina venganza.


Un último artista coetáneo de David fue Prud'hon. Nacido en Cluny en 1758, pasó también a París y de allí a Roma después de ganar el Prix. En lugar de interesarse tanto por Rafael como Ingres, Prud'hon se entusiasmó por Leonardo y, sobre todo, por el Correggio. Sus asuntos no son tan históricos ni académicos como los de David y sus discípulos, pero no puede llamársele pintor moderno ni romántico, aunque demostró ya sensibilidad romántica en su retrato de la emperatriz Josefina.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Francia de Napoleón Bonaparte


Napoleón I con traje de Emperador, de François Gérard 

(Deutsches Historiches Museum, Berlín). 
Napoleón Bonaparte era el segundo de los ocho hijos del matrimonio formado por Charles Bonaparte y María Letizia Ramolino. Su padre era un hombre emprendedor de origen toscano que había sabido hacer fortuna en la ciudad natal de Napoleón, Ajaccio. Se supone que en el ambiente en que se crio Napoleón era habitual cierta ostentación de lujo y se imponía una jerarquía familiar en la que reinaba un padre orgulloso, del que quizá heredara sus delirios el futuro emperador.

Y es que la figura del padre de Napoleón es decisiva para comprender no sólo la psicología de éste sino para entender el curso de su vida. Gracias a las influencias de su progenitor, Napoleón consiguió entrar en la Escuela Militar del Campo de Marte de París, en la que no se mostraría como un alumno especialmente sobresaliente y más bien destacaría por su carácter algo taciturno.

Ya incorporado al ejército, Napoleón siguió una carrera militar tan exitosa como fulgurante. Cuando aún no tenía treinta años ya era un general famoso en toda Europa que además había tenido el buen criterio de casarse con Josefina de Beauharnais, viuda del general vizconde de Beauharnais.

La figura de Napoleón es sin duda una de las más interesantes de la Historia. Fue capaz de modernizar un ejército poco organizado y logró brillantes victorias militares que le permitieron acumular más y más poder. Aunque, seguramente, el inicio del fin llegó el mismo día que se autociñó la corona de emperador con la misma arrogancia que le llevaría a perder todo lo que había conseguido.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Las artes aplicadas

El proceso evolutivo del neoclasicismo influyó también en las artes aplicadas al igual que en la arquitectura, la pintura y la escultura. El estilo neoclásico, que comenzó a perfilarse hacia 1750, tuvo su máxima significación en las artes decorativas de Inglaterra y Francia; en estos dos países se dieron las manifestaciones más notables y se crearon modelos imitados en toda Europa y exportados a Estados Unidos.

Solemne, contenido y a veces algo frío, el estilo neoclásico se caracterizó por la tendencia a las formas geométricas simples con preferencia a los anteriores floreos caprichosos del rococó y por el empleo de decoración austera lineal y plana inspirada en motivos arquitectónicos griegos y romanos. La imitación de la antigüedad clásica buscaba un estilo más racional y noble que pudiera aplicarse al mobiliario, la cerámica, los bronces, la platería o los tejidos.

Antecámara de la Syon House, de Robert Adam (Londres). Creada entre 1762 y 1769, y de evidente gusto neoclásico, el autor emulaba en este salón su peculiar visión del mundo romano. Este especialista en el dibujo de ruinas de palacios de la antigüedad debe su fama sobre todo a su capacidad como arquitecto y decorador de interiores, hasta el punto de dar nombre a un estilo particular de artesanía del mobiliario. íntimo amigo de Piranesi, cuya influencia es capital en la apariencia de sus grabados, presumía de un elegante don para mezclar diseño y color en espléndidas composiciones basadas en yacimientos arqueológicos, como demuestra el fastuoso suelo de la antecámara y los nichos para estatuas. 

Aunque se conocían ejemplos de mobiliario griego y romano por las pinturas de vasos y los relieves, la copia directa no era frecuente entre los artesanos, que preferían basarse en estos modelos actuando con total libertad, impregnando a las piezas de su propia personalidad.

En Inglaterra, el arquitecto y proyectista más importante de las primeras fases del movimiento neoclásico fue Robert Adam, que junto a su hermano James creó el estilo Adam. Avanzaron unos modelos que acabarían destruyendo los restos del rococó, aunque aprovecharan de él la vivacidad y la elegancia. Robert Adam se formó en Edimburgo junto a su padre, también arquitecto, y después estudió en Roma donde conoció a Piranesi y adquirió un vasto repertorio de motivos clásicos. Su estilo, muy personal, es ligero, delicado, y está cerca del rococó por su deleite en la ornamentación. Diseñó fundamentalmente muebles de pared (espejos, entredoses y cómodas) y objetos de adorno (trípodes, urnas). Realizó también diseños para alfombras y platería evidenciando en esta última su afición a las formas derivadas de vasos y urnas antiguas. El estilo Adam se difundió a través de sus Works in Architecture y las publicaciones de sus ayudantes. El arquitecto Carperon llevó su influencia hasta San Petersburgo.

Biblioteca de Luis XVI, de Jacques-Ange Gabriel (Palacio de Versal les). Decorado en 1781 bajo la atenta mirada de Rousseau, quien sería el principal privilegiado de la colección de 1ibros del rey, el interior del salón parece demostrar con la pureza de sus líneas  verticales y la ausencia de decoración rocaille que el cambio de gusto empezó a gestarse incluso antes de la Revolución. El filósofo suizo fue también un consumado músico que encabezó una importante polémica contra los bufonistas italianos. 

La cerámica neoclásica inglesa tiene su máxima representación en los trabajos de Josiah Wedgvvood, fundador en 1759 de las lacerías con el mismo nombre. Sus lozas adquirieron un rango similar al de la porcelana y fueron adquiridas por la familia real inglesa, Catalina la Grande, la reina de Francia y el rey de Nápoles, entre sus más distinguidos clientes. Fue creador de piezas de formas sencillas y elegantes recubiertas de un barniz verde, que recibieron el nombre de Queen's Ware (Cerámica de la Reina), piezas de gres rojo vítreo llamado rosso antico, basaltos negros y los famosos Jasper wares basados en las decoraciones de los vasos griegos. Para decorar estas piezas inspiradas en los modelos clásicos se empleaba a artistas notables como el escultor neoclásico John Flaxman.

En Francia iniciaron su reacción frente a las licencias y frivolidades del arte rococó a partir de 1750 surgiendo el denominado estilo Luis XVI, un estilo sereno, comedido, que prefería las formas geométricas pulcras a los caprichos de estilos anteriores. Los muebles aplanaron los frentes bombé, se enderezaron las curvas de las patas de los asientos, y los zarzillos retorcidos dieron paso a adornos derivados de la arquitectura clásica como la greca, la palmeta o el bucráneo.

Trono de Napoleón I, de François Jacob-Desmalter (Musée du Louvre, París). Esculpido sobre madera exclusivamente para el día de la coronación del 2 de diciembre de 1804 en el Palacio de las Tullerías, el trono presenta una decoración heráldica con la inicial del emperador, el águila imperial y la cadena de la Legión de Honor. El ebanista fue también solicitado para trabajar el mobiliario del Palacio Real que Fernando VIl había mandado construir en Aranjuez.

El período Luis XVI fue la edad de oro de la ebanistería francesa. Excelentes artesanos de origen alemán y también franceses trabajaron para una distinguida clientela que no dudaba en pagar grandes sumas de dinero por muebles y objetos de adorno. El diseñador de muebles cobró gran importancia durante este período; parte del mobiliario clasicista fue proyectado por arquitectos y pintores, como en el caso de Jacques-Louis David. Se publicaron grabados con modelos de muebles y el neoclasicismo influyó también en el diseño de platería, bordados, cerámica y tapices.

En la década de 1770 se sentaron las bases del llamado "estilo etrusco", más deliberadamente "antiguo", que con el tiempo pasaría a ser el estilo Directorio o fase primera del estilo Imperio, un neoclásico tardío estrechamente ligado a los gustos de Napoleón I.

El tránsito del estilo Luis XVI al Imperio supuso la aparición de motivos napoleónicos (las abejas, la "N" gigantesca dentro de una corona de laurel y las águilas) junto a invenciones de estilo egyptiennerie. Perder y Fontaine, autores de Recueil de décorations intérieurs, suministraron muchos diseños de este tipo de mobiliario. Se utilizaron tejidos suntuosos en la decoración de los interiores y la pintura de las paredes se sustituyó por papel pintado.

El estilo Imperio mantuvo la simplicidad geométrica de las formas, inspiradas siempre en la antigüedad, y la unidad del material, con preferencia la caoba, con lo que se facilitó la producción a escala industrial. El mueblista más célebre de la época, Jacob-Desmalter, no era un artesano dedicado a hacer piezas sueltas de mobiliario, sino el dueño y director de una fábrica.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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