Punto al Arte: 03 La pintura italiana en el siglo XVIII
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La pintura italiana en el siglo XVIII

A lo largo de la historia, es cierto que Italia ha sido, durante mucho tiempo, el epicentro no sólo político sino artístico de Europa. Es más, podríamos afirmar que sobre todo había sido la encargada de marcar las pautas artísticas, aun cuando su poder político fuera reducido, que se seguían en el Viejo Continente desde que en los gloriosos tiempos del Imperio romano expandió su modo de entender el arte y la vida.
 
Retrato de Manuel de Roda, de Pom-
peo Girolamo Batoni (Academia de 
San Fernando, Madrid). Pertenecien-
te a la colección privada que conser-
vaba Godoy en el Palacio de Buena-
vista en 1816, este retrato de medio
cuerpo es una muestra del giro neo-
clásico que adoptó su autor, inicial-
mente formado entre rafaelistas.
Por todo lo dicho, este siglo XVIII es especialmente doloroso para el arte italiano, y especialmente para la pintura, porque ve cómo otros países toman el relevo en el liderazgo que había mostrado en los siglos precedentes, cuando, especialmente en el glorioso Renacimiento, vio nacer a algunos de los artistas y obras más espléndidos que hayan surgido en Europa.

De todos modos, y aunque se haya dibujado un panorama algo desalentador, no quiere decirse que Italia no produjera obras y pintores de importancia. Es precisamente en el siglo XVIII cuando surge una escuela veneciana de gran vigor y, además, no se debe olvidar a otros pintores que, sin llegar a igualar las maravillas del pasado, intentaron seguir en la primera línea del arte pictórico europeo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La plaza de San Marcos


Canaletto realizó varias pinturas con la imagen de La plaza de San Marcos (Piazza San Marco), de Venecia, hoy una de ellas se conserva en la National Gallery de Londres.

Giovanni Antonio Canal, más conocido como Canaletto, se convirtió en el mayor especialista de las vedute, vistas de la ciudad, una forma de pintar relativamente nueva y rara para la época. Será quien mejor plasme la Venecia grandiosa y monumental del siglo XVIII.

Sus vistas se convertirán en imágenes para el recuerdo de espectadores que visitaban una ciudad de ensueño. Con sus innumerables vistas urbanas satisfacía el mercado turístico, aunque su mirada no sólo se dirigió a la Venecia más turística, sino a otros lugares, zonas donde difícilmente podían adentrarse los viajeros que acudían a la ciudad. Sus principales clientes eran básicamente los aristócratas ingleses, para quienes sus cuadros eran magníficos souvenirs de la ciudad de los canales.

Para la realización de sus pinturas, se valió de su conocimiento del mundo de la escenografía, pues empezó desde muy joven como diseñador de teatro con su padre. Estos estudios le permitieron recrear unos verdaderos escenarios teatrales al aire libre, valiéndose a su vez del dominio de la perspectiva. Las plazas que contemplamos en sus obras parecen ser un escenario en que tiene lugar la acción. El ámbito de la plaza nos hace pensar en un gran teatro donde suceden multitud de acontecimientos, donde tienen cabida todas las figuras y construcciones posibles.

El pintor veneciano llena de realismo sus trabajos. Todos los detalles, ya sean motivos arquitectónicos o los mismos edificios, son traspasados, sin ningún tipo de invención al lienzo, siendo reconocibles a la primera mirada.


A través de las diferentes vistas de la plaza más importante de Venecia, se observa a un artista interesado más por los aspectos cotidianos, el estado de ánimo de la ciudad, su luz y atmósfera, aspectos que supo expresar con gran elegancia.

Son vistas reales, panoramas, en las que la unidad de lo diverso se consigue mediante perspectivas amplias y la utilización de juegos lumínicos por medio de fuertes contrastes de luz y sombra.

Es cierto que en el siglo xv Bellini, había pintado el mismo lugar, pero al contrario que Canaletto no trataba de glorificar a la ciudad, sino el acontecimiento sagrado que en ella se desarrollaba, esto es al Milagro de la Cruz. Anteriormente otros artistas habían pintado la misma escena, pero en estos casos no se puede hablar de una voluntad especial por retratar rincones de la ciudad y a sus habitantes, son más alusiones, que vistas de la propia ciudad.

El género de las vistas urbanas alcanzó con el maestro un gran desarrollo y popularidad, aunque ya se había iniciado en el siglo XVII, concretamente Heinz, fue el primero de los pintores de vistas. De igual forma, las obras del pintor nórdico Caspar Adriansz Van Wittel, más conocido en su momento como Vanvitelli, constituyen un precedente importante.

El magnífico efecto escénico de la vista de la plaza hacia el este, con un cuidadoso estudio de la perspectiva y detallismo, puede observarse en el óleo sobre lienzo, de 56,4 X 38 cm de la National Gallery de Londres fechado en el 1760.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Entre el estancamiento y la renovación

Excepto por lo que respecta a la escuela veneciana, el siglo XVIII es una época de estancamiento en la pintura de Italia, nación que -salvo en algunos brillantes aspectos de aquella escuela-, pierde entonces la categoría que desde el siglo XV había detentado de guía del arte pictórico de toda Europa.

El triunfo de Judit, de Luca Giordano (Museo Bowes, Durham). En esta obra de 1703, Giordano muestra una Judit victoriosa que conduce heroicamente a su pueblo liberado portando la cabeza de Holofernes, lejos del dramatismo morboso de otras visiones más tenebristas del último barroco, como la sangrienta versión de Artemisa Gentileschi, Caravaggio o su contemporáneo Francesco Solimena. 

Bóreas raptando a Oritía, de Francesco Solimena (Kunsthistorisches Museum, Viena). Venido de los cielos, el titánico dios del viento norte abduce a la hija de Erecteo, rey de Atenas, en esta pintura de Solimena, también llamado l'Abate Ciccio, uno de los autores posgiordanescos napolitanos más influyentes y representativos de la época, sobre todo por sus frescos religiosos y alegóricos, de un elegante pero abigarrado barroquismo.

En las obras figurativas de composición, los maestros que dirigen el movimiento artístico en Roma y Bolonia tratan de prolongar allí la tardía pintura barroca, dentro de la línea marcada en el siglo anterior por Cario Maratta o de acuerdo con las anacrónicas directrices académicas boloñesas. El espíritu de novedad que, según se verá más adelante, florecía de nuevo en Venecia, causó al principio irritación entre los representantes de este sector tradicionalista hasta en la misma Venecia. Se trata, como ocurre tantas veces, de la eterna pugna de poder entre los que están y los que llegan. En 1733, Antonio Balestra -que había sido discípulo directo de Cario Maratta, en Roma, pero que pintó en Venecia- dejaba oír su voz, alarmado ante las osadías que presenciaba. Para él, "todo el mal presente proviene de la perniciosa costumbre de trabajar de imaginación, sin haber antes aprendido a dibujar con buenos modelos y a componer de acuerdo con las máximas consagradas". "Ya no se ve -dice-a los jóvenes artistas estudiar los modelos de lo antiguo; las cosas han llegado a tal punto, que ese estudio es criticado como inútil y embarazoso."

La verdad es que, en Roma, la pintura decorativa al fresco (de bóvedas de iglesias y palacios) trató de renovarse sin abandonar las antiguas enseñanzas y que se produjeron incluso algunas obras de valía. Sin embargo, la pintura romana de grandes composiciones no había de experimentar cambios radicales hasta la aparición del neoclasicismo pictórico, cuya característica general en Italia fue la frigidez.

La paz y la justicia, de Corrado Giacquinto (Museo del Prado, Madrid). Formado en el idealismo clásico de los Carracci, el pintor se establecería en Nápoles ligando su producción a la corona española y colaborando durante años con Ribera, de quien adoptaría su utilización del claroscuro que, combinado con el paisajismo romano de Poussin conseguiría en el campo de la alegoría mitológica un estilo muy personal, como se aprecia en esta metáfora moralizadora de la Europa ilustrada.

Nápoles era, en cambio, un centro activo y con iniciativas propias desde mediados del siglo XVII, antes de la eclosión del rococó. En esta población del sur de Italia, más que en la Ciudad Eterna, se encontrará materia para comentar ciertas novedades dieciochescas no poco interesantes desde el punto de vista artístico.

A partir de la segunda mitad de aquel siglo existía allí una buena escuela de bodegonistas, representada por una importante nómina de pintores de gran calidad entre los que destacaban, sin duda, B. Ruoppoli y G. Recco, y que prolongó, con sus naturalezas muertas y composiciones florales, un hombre de muy diversas actividades, Andrea Belvedere, llamado el Abbate Andrea (1642-1732).

 ⇨ El embajador turco y su séquito ante la corte de Nápoles, de Giuseppe Bonito (Museo del Prado, Madrid). El principal interés del autor fue mostrar en todo su esplendor la indumentaria del personaje central, quien parece observar con magnificencia al espectador del cuadro. Las pobladas barbas, el turbante, los puñales sujetos al cinturón y la larga pipa que sostiene uno de los ayudantes son algunos de los muchos detalles que el pintor quiso destacar del atuendo del emisario turco. El sultán otomano Mahmut I, aliado con la corte francesa, se presentó ante Carlos de Barbón en 1741 para exigirle la devolución de los territorios de Nápoles, Sicilia, Capua y Gaeta, arrebatados al Imperio austrohúngaro siete años antes. Pero la visita del Gran Visir ante la monarquía española no llegó a buen puerto. Para dar fe de la reunión, el rey encargó a Bonito plasmar la escena en un lienzo que posteriormente envió a su madre como testimonio de la gesta política.



Una brillante síntesis de lo que anteriormente había hecho en Roma y en Venecia, en lo que hace referencia a la pintura decorativa de grandes temas, representa la actuación de un artista napolitano dotado de extraordinaria vitalidad y famoso por la pasmosa rapidez con que ejecutaba sus obras: Luca Giordano (1632-1705), conocido también bajo el apodo de Luca Fa Presto, y en España más conocido como Lucas Jordán.

Es quizá uno de los pintores más interesantes que vio nacer Italia en esa época, y lo es no sólo por sus méritos artísticos, que ciertamente le harían merecedor de tal categoría, sino también por lo ajetreado de su existencia, paradigma del artista que sabe apurar todas las facetas de la vida. El prestigio de este pintor fue enorme y no sólo en Nápoles e Italia, durante el siglo XVIII, en cuyos umbrales vino a fallecer. Fue casi un artista itinerante, cuyas obras italianas (que plasmó tanto al fresco como al óleo) pueden verse en numerosos lugares de Italia, como Roma, Florencia, Venecia y Bérgamo, y que gozó también de mucha fama allende de la península itálica, como, por ejemplo, en España por haber trabajado en el monasterio de El Escorial y en Madrid.

Encarnó las mejores condiciones que puedan exigirse a un virtuoso de la pintura; sin plagiar abiertamente, era uno de esos maestros que no tenían prejuicios en inspirarse en lo que mejor hallan en sus predecesores, y su arte recoge así, a la vez, cosas de Rubens, de Rembrandt, de Ribera, Rafael, Tiziano y el Veronese, grandes pintores de la historia; pero, aunque a la vista de lo dicho pueda parecer cuando menos complicado, su fuga, su ardor, eran muy personales y de ellos no podía insinuarse que eran copias. Su obra, además, le sobrevivió y en Nápoles dejó sucesores que quisieron continuar en la línea marcada por él.

La muerte de Margarita de Cortona, de Marco Benefial (Santa Maria in Aracoeli, Roma). La renovada devoción por la santa del siglo XIII responde a un interés político, ya que su apasionada gesta como fundadora de hospitales cristianos y su particular cruzada contra la amenaza musulmán en los Santos Lugares tendría una doble lectura polémica. Se dice que su cuerpo quedó incorrupto hasta cuatro siglos más tarde de ser enterrado, exhalando un suave olor que obraba milagros alrededor de su sepulcro. Benefial fue uno de los autores más academicistas de la escuela romana, apropiándose del naturalismo caravaggista y del uso clásico del equilibrio visual propugnado por los Carracci.

El principal entre ellos fue Francesco Solimena (1657-1747), pintor de larga vida y jefe indiscutible de la escuela napolitana durante la primera mitad del XVIII. Caracterizan su arte una elegancia algo pomposa y una modulación compositiva llena de vivacidad, que supo subrayar mediante un hábil empleo de intensas sombras parduscas, lo que hace que sus cuadros sean inmediatamente reconocibles.

Trabajó toda su vida en Nápoles, y por eso se lo inscribe en la citada escuela de la ciudad, pero ejerció influencia sobre varios pintores europeos, y su importancia no tuvo igual en Italia hasta el momento en que se extendió el prestigio de Tiépolo.

⇨ Retrato de Charles Cecil Roberts, de Pompeo Girolamo Batoni (Museo del Prado, Madrid). Desilusionado por el rechazo de los academicistas romanos, Batoni cambió su inicial temática religiosa por el retrato de los viajeros británicos que visitaban la ciudad, género con el que consiguió un éxito internacional. Pintados al estilo clásico y de u na sobria elegancia, presentaban generalmente al modelo con un fondo de esculturas antiguas, dado su buen uso del dibujo, tal y como se aprecia en este cuadro de 1778 de un caballero que, satisfecho por otro retrato anterior de 1758, volvería a requerir de nuevo los servicios de Batani.



Corrado Giacquinto (1703-1765), Jacopo Amigoni (1682-1752) y Giuseppe Bonito (1707-1789) fueron discípulos suyos, nunca a la altura de su maestro, pero sí lograron prolongar una línea que con ellos ya es plenamente rococó. Giacquinto incorporó el espíritu rococó a la pintura napolitana y algunas de sus obras, sobre todo las que son más interesantes en la actualidad, ofrecen una clara analogía con las de Boucher en Francia. Entre 1753 y 1761 sucedió a Amigoni como pintor de la corte de Madrid y pasó a dirigir la Academia de San Fernando. Pero antes había residido en Roma, donde pintó una obra notable: el fresco de la Coronación de Santa Cecilia, en la iglesia dedicada a In. santa (1725).

En cuanto a Arnigoni, el mayor de los tres pintores citados se trasladó pronto a Venecia y se incorporó de hecho a la escuela veneciana antes de pasar a trabajar para la corte de Baviera, donde pintó frescos en el palacio de Nymphenburg; después ejecutó obras en Inglaterra, y desde 1747 pintó para el rey de España en Madrid, donde murió.

Por su parte, Giuseppe Bonito, que, en lugar de llevar una existencia algo "nómada" como la de los otros discípulos de Solimena, permaneció en Nápoles, se distinguió allí como retratista de la corte bajo el rey Carlos y su hijo Fernando, su sucesor, y destacó también, más que en las grandes composiciones, en cuadros inspirados en temas populares.

Paisaje con figuras en primavera, de Andrea Locatelli (Palacio Acrivescovile, Milán) El mejor paisajista romano del siglo XVIII no siempre atesoró la misma fama. Acusado de reiterativo por sus costumbristas escenas estereotipadas en la campiña del Lacio, sus pinturas de ruinas y esporádicas marinas coloristas, el arte algo manierista de Locatelli se enfoca particularmente en el sentimiento que prevalece sobre una meteorología muy expresiva y una naturaleza áspera, de frondosos árboles, que por su majestuosidad desplazan el interés de las figuras.

En Roma, mientras tanto, la tradición derivada de Maratta realizó intentos para renovarse, según se ha indicado anteriormente. En este sentido, y también como maestro de artistas de no menor nombradía, tuvo importancia la figura de Marco Benefial (16841764). Entre sus discípulos se pudo contar a Pompeo Batoni (1708-1787), cuyas obras marcan ya una clara separación entre la inspiración barroca y la de un nuevo concepto basado en lo antiguo. Sobresalió especialmente en el retrato, en que se muestra a veces elegante.

Otro discípulo de Benefial fue el pintor bohemoalemán Antón Rafael Mengs, de raza judía, el verdadero campeón en Roma de la pintura neoclásica; pero de él habrá que hablar más al hacer referencia a la pintura española del XVIII. Mengs, a cuyo arte prestó entusiasta apoyo Winckelmann, el teorizador del Neoclasicismo, alcanzó amplio renombre europeo, aunque este éxito resulta algo engañoso pues hay que señalar que no siempre su arte, ciertamente de gran valor, estuvo a la altura de su fama.

Otra actividad pictórica importante se desarrolló en Roma, ya durante la primera mitad del siglo XVIII, en relación con la pintura de paisaje y de vedute.

El Coliseo y el Arco de Constantino en Roma. de Gian Paolo Pannini (Palacio Imperial de Pavlovsk, San Petersburgo). Este seguidor de Locatelli centraría toda su obra en un especial género muy del gusto de los posteriores pintores románticos, fantaseando con paisajes grotescos en ruinas de grandes monumentos de la antigüedad, a veces distorsionando de manera exagerada las proporciones o las distancias entre los edificios e incluso mezclando conjuntos arquitectónicos de muy diversa procedencia, buscando ante todo el exotismo más pintoresco por encima del realismo.

La fórmula del paisaje arcaico o pastoral, derivado del fondo paisajístico tal como lo concibiera Annibale Carracci y que había inspirado en su tiempo a Poussin y a Claude, seguía allí en plena vigencia. Lo cultivaban entonces el flamenco italianizado Van Bloemen, apodado Orizzonte, y sobre todo Andrea Locatelli (1695-1741), autor elegante que supo infundir a sus paisajes una luminosidad y una transparencia típicas del gusto de la época. En cuanto a las vedute o vistas en perspectiva -que tanta trascendencia tuvieron en la escuela de Venecia-, no serán realmente importantes en Roma hasta mediados del siglo. Combinan a menudo elementos paisajísticos con el manejo (que es propio de los escenógrafos) de la técnica de la topografía. Se hacía entonces distinción entre las vedute esatte, que marcaban la situación justa, topográficamente, de los edificios, las personas y accidentes del terreno, y las de fantasía, o ideate, que no eran otra cosa que vistas imaginarias. A este género dio en Roma extraordinaria vida el pintor Gian Paolo Pannini (1691-1765), nacido en Piacenza y formado primeramente en el arte de los cuadraturisti, o escenógrafos boloñeses, cuya figura principal fue Fernando Bibiena. Sus frescos ejecutados en la Villa Patrizi (1718-1725) le granjearon gran renombre; finalmente, protegido por el cardenal de Polignac, sus obras obtuvieron también muy buena acogida en Francia. La singular exactitud y seguridad de Pannini en la colocación de los elementos de sus obras, así como su talento en rodear a los personajes de una atmósfera de cristalina claridad, constituyen un arte apreciable por la misma nítida calidad de su ejecución, pero también por la sugestión de la vida que provocan.

Este arte no dejó de influir en las pinturas (ya prerrománticas) del francés H. Robert y en las visiones amplias de ruinas romanas debidas al gran grabador Giovan Battista Piranesi (1720-1778), que en sus mejores obras combina exactitud con desbordante fantasía, antes de dar, en su Carcerí, impresionantes y misteriosas visiones fantasmagóricas, de un sabor dinámico que resulta completamente moderno.

La confesión, de Giuseppe Maria Crespi (Gemaldegalerie, Dresde). Perteneciente a la serie de los Siete Sacramentos, este lienzo de 1712 fue un encargo del cardenal romano Pietro Ottoboni. De estilo marcadamente naturalista y con una clara tendencia monocromática heredada del tenebrismo caravaggista, enfatiza en esta obra el espíritu de participación humana en los actos de la fe sin atisbo de sarcasmo ni de crítica social. El tema de la confesión lo repetiría en muchas otras ocasiones, reflejando al pueblo con una viveza natural en oposición a la grotesca rigidez de los nobles, con intencionalidad casi grotesca, como en el famoso cuadro de San Juan Nepomuceno confesando a la reina.

La antigua escuela florentina, reducida a ser una escuela de importancia local en los últimos decenios del siglo XVII, contó con pocos pintores de nota durante la primera mitad de la centuria siguiente; uno de ellos, Batoni, ya mencionado, había emigrado, y en el arte de la decoración pictórica sólo se encuentran figuras secundarias, como Ciro Ferri, autor de los frescos que decoran toda una serie de salas en el Palacio Pitti.

Bolonia, en cambio, aunque su Academia había perdido gran parte de su antigua eficacia, no por eso dejó entonces de ser un centro de arte muy activo, ya que no sólo los pintores florentinos, sino los romanos (y en gran parte los venecianos también) seguían con la convicción de que sólo en Bolonia un artista de la pintura podía procurarse un aprendizaje sólido, basado en el ejercicio, insustituible, del dibujo. Carla Cignani (1628-1719), era todavía allí, a principios del siglo, el depositario de la antigua gran tradición. Había sido discípulo de Albaní y estaba al frente de un estudio sumamente frecuentado.

Con Cignani se formó el mayor pintor de frescos de la última fase barroca en aquella escuela: Marcantonio Franceschini (1648-1729). Pero nada de esto significaba novedad o progreso.

María Magdalena penitente, de Marcantonio Franceschini (Kunsthistorisches Museum, Viena). El último de los pintores de frescos al óleo de Bolonia al estilo del barroco tardío realizó este cuadro de grandes proporciones sustituyendo la habitual iluminación de luz diamantina que bañaba la desnudez de la Magdalena por un angelito que porta una corona de espinas, mientras la santa lo observa afectada por la gracia divina. El autor consiguió un mayor naturalismo de la escena acentuando la frondosidad del bosque que envuelve las figuras.

La innovación se produjo en la escuela boloñesa gracias a un artista de gran personalidad, Giuseppe Maria Crespi (1664-1747), llamado Lo Spagnolo, la única figura genial que dio la escuela de Bolonia en la última fase de su historia. Liberado de la férula académica de Cignani, prefirió estudiar personalmente las obras de Ludovico Carracci y del Guercino, y, no contentándose con ello, pronto abandonó todo contacto con la tradición académica para enfrentarse directamente con la visión de la vida, y así sus temas basados en escenas contemporáneas y también sus retratos, tienen la profundidad que sólo caracteriza al arte sinceramente sentido. Trató temas tan humanos como el del Mercado de Poggio a Cajano -con toda la complicación que implica reproducir una escena multitudinaria al aire libre-, en el famoso lienzo de los Uffizi, o su serie de los Siete Sacramentos (hoy repartida entre los museos de Dresde y Turín), o escenas de intimidad irónicamente picantes, como La Pulga (también en la misma galería florentina). Su sentido burlesco se manifiesta en los cuadros de género, y en este sentido apunta como precursor de Battista Piazzetta y de Pietro Longhi.

⇨ La tentación de San Antonio Abad, de Alessandro Magnasco (Musée du Louvre, París). La extraña personalidad de este pintor genovés queda patente en esta ambigua escena donde no queda claro si la intención del autor era la de enfatizar el lado místico o el diabólico de la situación. Aunque fue un prolí- fico paisajista, la obra más representativa de Lissandrino, en cuanto a libertad de creación y personal temperamento, es la que corresponde a sus últimos retratos y escenas alegóricas, cuando graves problemas de salud hacían ya casi imposible el manejo de los pinceles. En esta obra quedaron patentes sus demonios internos, contradiciéndose con su fama de pintor vitalista y risueño.



Génova produce en esta época un pintor tan personal como lo fuera Crespi en su patria. Fue Alessandro Magnasco (1667-1749), apodado Lissandrino, pintor extraño, por su técnica y por las raras escenas que pintó. Muy joven se trasladó a Milán hasta 1737, en que regresó definitivamente a su ciudad natal. Sus pinturas, por los temas y la atmósfera, han podido ser calificadas, de modo indistinto, como místicas o como diabólicas, y muy probable es que en ellas se esconda una intención rebelde, quizás herética. Son por lo común escenas que sugieren tremendas penitencias: frailes vagando apesadumbrados por sitios boscosos, o reunidos en estrambóticos cónclaves, en actitudes torturadas. Tales pinturas han sido consideradas como bizarrie (al modo de los grabados de Callot), en su intenso y contrastado claroscuro, realizado con pincelada rápida y nerviosa. La relación entre Magnasco y la escuela veneciana es nula; sin embargo, su pintura explosiva algo recuerda de las transformaciones de estilo que entonces tenían lugar en Venecia.

Bérgamo y Brescia, por entonces, son centros pictóricos activos. Brescia dio a Ceruti, autor de escenas de género (por lo regular mendigos, lisiados, campesinos pobres) que ofrecen relación con las bamboccíate, inspiradas en la ínfima vida popular, cultivadas en Italia desde el siglo XVII por artistas extranjeros amantes de estos aspectos pintorescos. En cuanto a Bérgamo, externamente bajo la influencia del arte veneciano, es la patria de un intenso retratista, Vittore Chislandi, conocido (por haber abrazado el estado religioso) como Fra Vittore del Galgario (16551743), y que estudió, ya mayor, la pintura en Venecia con el retratista Bombelli y se sumó por entero a la escuela veneciana.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escuela veneciana

La principal gloria de la pintura dieciochesca italiana reside sin lugar a dudas en Venecia, ciudad que, a pesar de su decadencia política y económica, conocía todavía en el siglo XVIII el esplendor, gracias a ser un centro de vida galante, donde se daban cita, no sólo aventureros, pues era un enclave de gran importancia en el Mediterráneo y se vivía en ella una vida intensamente portuaria, sino amantes del arte que allí acudían llegados de todos los rincones de Europa.

⇦ Virgen con santos, de Sebastiano Ricci (San Giorgio Maggiore, Venecia). Tras su formación en Bolonia y Parma bajo la influencia de los Carracci y Correggio y después de pasar una breve temporada en Roma, Ricci adoptaría a su vuelta al Véneto el cromatismo luminoso del Veronés y los esquemas compositivos de los pintores clásicos. Su consagración la obtendría en Inglaterra y por su participación en la decoración del Palacio Marucelli, pero sería por sus importantes retablos de la iglesia veneciana de San Rocco por lo que conseguiría el apoyo definitivo de la academia, convirtiéndose en una referencia obligada para pintores posteriores del Settecento como Longhi y Tiépolo.



El auge de la escuela veneciana del XVIII es mucho más que la conjunción del destino por reunir a varios artistas de gran calidad pues parte de una revolución pictórica, de un gran cambio en la concepción de este arte, operado, al principio, gracias a dos importantes pintores: Sebastiano Ricci (1659-1734) y Giovanni Battista Piazzetta (1683-1754).

Ricci, veneciano, hizo, como tantos otros compañeros de profesión, su aprendizaje en Bolonia y después estuvo en Parma y Roma, siempre en contacto con la pintura del período final del barroquismo, que, de este modo, se convirtió en su principal escuela. Sus primeros frescos los pintó en Milán, a fines del siglo XVII, en San Bemardino dei Monti, y reflejan todavía mucho influjo de Pietro da Cortona. En 1700 se trasladó a Venecia, donde vivió doce años, pero interrumpiendo ocasionalmente su estancia allí para ir a pintar en Viena, Bérgamo y Florencia. A su etapa luminosa, en la que ya se ha dado la transformación que marca el paso del aprendizaje al desarrollo de un estilo completamente propio y personal, corresponden sus pinturas venecianas en la iglesia de San Marziale, que denotan un estudio intenso del Veronés. Su Virgen con Santos, en San Giorgio Maggiore (1708), es característica ya de su etapa madura, cuando el pintor se sitúa en tomo al medio siglo de vida. Pero después, en lugar de acomodarse en la repetición de sus mismos modos, su estilo tomóse más agitado en sus pinturas ejecutadas en Londres y después en París, ya entre los años 1712 y 1716.

La Adivina, de Giovanni Battista Piazzetta (Galleria dell' Accademia, Venecia). El peso de su aprendizaje con Crespi es evidente en este cuadro, donde se muestran pastores de verdad que nada tienen que ver con las elegantes pastorales francesas con corderitos de salón. Con apenas treinta años de edad ya se había dado a conocer por sus retablos venecianos de clara luminosidad, similar a la paleta cromática de Tiépolo y Ricci. A principios de la década de 1740 cambiaría su producción exclusivamente religiosa por encargos de temática pastoril, de carácter satírico con la sociedad ilustrada del momento, tan alejada del pueblo llano. Su detallado trazo en el dibujo denota la proverbial lentitud con la que trabaJaba habitualmente pero que, sin embargo, le cosechó los mejores elogios por sus fidelísimas representaciones del natural.

En contraste con la vida ajetreada de Ricci se halla la plácida existencia de Piazzetta. También él fue a Bolonia, y allí sintió el influjo de Crespi; pero de regreso a su ciudad, en 1711, ya no se movió de ella, dedicado a un incesante estudio de notas y apuntes, en los que dio siempre gran importancia al sombreado y a las esfumaduras. Sobre esta base, su estilo denota, en su cambiante juego de claridades y manchas oscuras, una inteligente captación de las principales libertades compositivas propias del arte rococó. Ello se observa en su magnífica Aparición de la Virgen a San Felipe Neri, pintada en 1725-1727 para Santa Maria della Pava, dramática composición en zigzag; al mismo tiempo pintaba (también sobre lienzo) el techo de Santos Giovanni e Paolo, con el tema de la Gloria de Santo Domingo. Después se dedicó a los temas pastoriles, como su encantador grupo La Adivina (1740), de la academia de Venecia, institución que en 1750 pasó a dirigir. La Adivina es la obra más famosa de Piazzetta, toda ella resuelta en contrastes de luces que destacan las siluetas en torno a la claridad que inunda la figura femenina central: la Adivina, pintada con una extensa gama de rosas variados.

Mascarada, de Giambattista Tiépolo (Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona). La paleta del pintor adopta aquí una gama de amarillos cálidos que produce un vivo brillo cromático, asociado con las elegantes y pomposas vestiduras del carnaval veneciano. Los personajes del cuadro, caracterizados como en la Commedia del/Arte, representan una animada escena que un impresionado Goethe describió de esta forma en el diario de su viaje a Italia el 4 de octubre de 1786: " ... los espectadores participan en la acción y acaban confundiéndose con los actores ...".  

Escena del Orlando Furioso, de Giambattista Tiépolo (Villa Valmarana, Vicenza). En este fresco se hace visible la preferencia del artista por los tonos claros y por los baños y veladuras que producen una infinita suavidad de matices_ En esta representación escénica del largo poema de Ariosto se opone la belleza idealizada de la pareja de amantes al realismo estricto de los campesinos que los acogen en su humilde cabaña. En parte, la obra debe su fama a ser la primera que se difundió en Europa gracias a la nueva imprenta de Gutenberg, pero también por sus ricas alegorías sobre la hipocresía humana, tal y como señaló Hegel dos siglos después de su publicación_

Otros artistas venecianos de la pintura de inspiración rococó de aquel momento son G. Antonio Pellegrini (1675-1741), que anduvo antes por Inglaterra y Alemania, y Battista Pittoni (1687-1767), también difusor de la pintura veneciana fuera de su patria y de ordinario artista muy brillante.

Concierto, de Pietro Longhi (Gallería deii'Accademia, Venecia). Longhi debe su gran celebridad a cuadros pequeños donde muestra con grata ironía la vida cotidiana de la Venecia del siglo XVIII. En esta simpática escena, el perrito faldero parece ser el único que presta atención a los músicos, mientras dos abates y un monje juegan una La escuela veneciana partida de naipes ignorando por completo al conjunto. El tono despreocupado de las reuniones y la agradable atmósfera que se creaba en aquellos salones fue expresado por Longhi con un fino sentido del humor y con menos encorsetamiento y artificio que los pintores franceses de la misma época.

Pero todos los cambios ocurridos en el arte pictórico de Venecia durante los primeros años del 1700 pueden entenderse -contemplados casi a tres siglos de distancia- como la preparación de una gran figura de la pintura europea que allí iba a aparecer. Fue este maestro Giambattista Tiépolo (1696-1770), cuya precocidad y excelencia con respecto a sus predecesores (incluso al mismo Piazzetta) pudo evidenciarse cuando, a la edad de diecinueve años, pintó su primera obra para el Ospedaletto de Venecia. Su carrera ascendente fue muy rápida. Empezó siendo discípulo de un pintor antiprogresista, Gregario Lazzarini, pero pronto sintióse atraído por el arte amable y juguetón (entre claridades, manchas oscuras y esfumados) de Piazzetta. Esta relación se plasma en su Madonna del Carmelo, pintada en 1721 y que hoy se halla en la Galería Brera, en Milán. Rastros de la misma admiración por Piazzetta denota su Glorificación de Santa Teresa, en la iglesia veneciana Degli Scalzi. En 1726 pintó su primera serie de frescos, en el palacio arzobispal de Udine y en la catedral de aquella ciudad. Decoró, después, a partir de 1731, palacios en Milán y en Bérgamo, y entre 1732 y 1733 completó otra serie de frescos (sobre El Rosario y Santo Domingo) en los Gesuati de Venecia. Siguen a estas pinturas otras en la Scuola del Carmine y, poco después de 1745, pintaba los frescos del salón principal del Palacio Labia, con la Historia de Cleopatra y Marco Antonio, donde su estilo majestuoso y lleno de claridad (como un magnifico rebrote del arte elegantísimo del Veronés) resplandece ya con toda su fuerza y lujo, pero sin falsos oropeles. Entre 1750 y 175 7 realizó sus pinturas en la escalinata de la Residenz de Wurzburgo, e inmediatamente después El Triunfo de la Fe en el techo de la iglesia Della Pietà, en su patria, para realizar en 175 7los prodigiosos frescos (sobre temas de la Ilíada, la Eneida, el Orlando Furioso y la Gerusaleme Liberata) en la Villa Valmarana dei Nani, en las cercanías de Vicenza. Su pintura crea entonces espacios fantásticos que encajan muy bien en los ideales del fin del barroco y del rococó. Los cielos maravillosamente coloreados cubren de tiernas luces sus personajes tomados de la vida real, de la mitología o de obras literarias, mezclados con una exuberancia decorativa, semejante a los efectos fastuosos de las grandes óperas. Otra decoración de parecida importancia, y con el mismo irónico empleo del trompe-l'oeil, es la Apoteosis de la familia Pisani, en el gran vestíbulo de la villa de esta familia, en Stra, entre Venecia y Padua, que realizó entre 1761 y 1762.

Paisaje con figuras, de Francesco Zuccarelli (Aian Jacobs Gallery, Londres). El prestigio de este autor le viene dado por su utilización de los personajes insertados en un lugar pintoresco, con una capacidad casi estratégica por situarlos de tal forma que amenicen la composición visual del cuadro. No es extraño su éxi1:o en Europa en una época en la que se consideraba la jardinería como un arte superior en ocasiones a la misma pintura, a la que se dedicaron voluminosos tratados en los que el detallismo naturalista del dibujo tenía una importancia capital.

En el verano de 1762, atendiendo a una invitación del rey Carlos III de España, llegaba a Madrid, y allí pasó los últimos años de su vida -ya que en Madrid falleció-, realizando la enorme pintura de la Glorificación de la Monarquía Española, y dos frescos más. en el Palacio de Oriente, ayudado por su hijo Gian Domenico (1727-1804), inteligente seguidor del arte de su padre. Pintó también siete lienzos para la iglesia de San Pascual Bailén, en Aranjuez, que una intriga palaciega hizo sustituir por otros tantos de Mengs, su rival en la corte española.

Además de su elegancia, Tiépolo despliega en sus pinturas narrativas un sin igual talento en procurar la ilusión del espacio. Su arte fue tradicionalista, en el sentido de que no quiso disimular el nexo que le unía con el gran arte del Veronés.

Vista de Santa Maria della Salute desde la entrada del Gran Canal, de Canaletto (Musée du Louvre, París). El siglo XVIII descubrió la poesía de las ciudades y desarrolló una afición casi masiva por los viajes que tan sólo las clases pudientes podían permitirse. La meta preferida era Venecia, reputada en aquel tiempo como isla europea de la felicidad. En esta vista de la iglesia de Santa Maria del/a Salute logró aunar la fidelidad topográfica con la representación de la atmósfera viva de la ciudad. Valiéndose de la técnica protofotográfica de la cámara oscura para el encuadre de las perspectivas, confería además una intensa luminosidad de influencia flamenca que se complementaba perfectamente con la sensación de perpetua humedad que sugieren sus cuadros.

Pero conocía también los secretos del arte del Tiziano, de Rafael y de Rubens, que supo emplear con habilidad; mas la calidad poética o heroica de sus composiciones es completamente suya y no desaparece cuando se acerca sin titubeos a los recursos propios de la pintura del rococó francés.

Otro aspecto esencial de su arte reside en el cromatismo, y en su forma de dar la impresión de luz, que en sus manos es la claridad de la luz sobre un bello fondo de cielo azul claro.

Más calidez de color desplegó en sus asuntos venecianos: evocaciones, aristocráticamente concebidas, de fiestas o escenas callejeras, propias del interminable carnaval que se desarrollaba en su ciudad.

Otro tono -el tono menor propio del intimismotienen las pequeñas pinturas sobre escenas familiares venecianas de Pietro Longhi (1702 -1785). Es un pintor de género, sumamente amable, que pintó escenas de la vida cotidiana de la alta burguesía y de la aristocracia venecianas. En sus obras, Longhi se propuso simultáneamente evocar el ambiente y caracterizar a los personajes. Algunos de los tipos humanos de sus escenas de interior destacan como obras de una gran modernidad mental por su aguda definición psicológica: la sutil melancolía de la camarera que sostiene el espejo o de la vieja que sirve el café, la ironía en el tratamiento de las figuras de ciertos clérigos, etc.

Gran Canal de Venecia, de Francesco Guardi (Aite Pinakothek, Munich). El interés del autor no sólo se centra en la exactitud representativa de la ciudad, sino también en los episodios anecdóticos que suceden a bordo de las góndolas del primer término. Guardi capta con exquisita sensibilidad un significado coral y activo entre la ciudad y los personajes, destacando los efectos de brillo y color que un siglo más tarde heredarían los impresionistas.

El paisaje es otro de los aspectos característicos de la escuela veneciana del siglo XVIII. Su iniciador fue Marco Ricci (1676-1730), sobrino de Sebastiano, y lo cultivaron en sentido idílico Giuseppe Zais (17021784) y el pintor toscano, radicado en Venecia, Francesco Zuccarelli (1702 -1788).

Pero la forma predilecta de paisaje en este amable y variado arte veneciano es, naturalmente, la que reproduce aspectos de la brillante ciudad de los dux. Sus principales cultivadores fueron: Antonio Canal, apodado Canaletto (1697 -1768), con su sobrino e imitador Bernardo Bellotto (1720-1780), que pintó en su patria, pero que realizó sus mejores obras en las cortes de Viena y de Dresde, y, finalmente, Francesco Guardi (1712-1793).

Canaletto, si bien en su técnica se valió de la exactitud topográfica -lo mismo que los autores de vedute romanos-, la superó en calidad pictórica y en la poética vivacidad con que reprodujo el movimiento en sus vistas del Gran Canal de Venecia y de otros aspectos de la bella ciudad del Adriático, meta privilegiada del turismo del siglo XVIII; pintó también en Inglaterra diversas vistas panorámicas de este verde país con el mismo delicado gusto por las perspectivas urbanas.

El Molo de Venecia desde el Bacina de San Marco, de Michele Marieschi (Colección Sotheby's, Londres). Famoso por sus fantasiosos capricci paisajísticos, este pintor de la escuela vedutista se inició primeramente como decorador escenográfico, lo que se evidencia por el dinamismo compositivo de esta obra. Abundante en claroscuros y de rica paleta de color, se valía también de la cámara oscura para encuadrar las perspectivas de sus cuadros, tal y como hicieran asimismo otros artistas de la época como Bellotto  o el propio Canaletto.

Más originalidad de visión contienen las vedute de Guardi, pintor que fue cuñado de Giambattista Tiépolo, casado con su hermana Cecilia. Llevó en Venecia una existencia retraída y no ingresó en la Academia de Arte veneciana hasta pasados los setenta años. A los treinta había trabajado en el estudio de otro vedutista, de seco estilo, Michele Marieschi (1710-1743). El de Guardi es extraordinariamente jugoso y poético; en ciertos aspectos, sus cuadritos parecen adelantarse a su tiempo, pues su autor recurre (sobre todo en sus vistas ideales o fantasmagóricas: capricci) a procedimientos que parecen propios del arte del período romántico. Pero, no nos engañemos, su verdadero enlace se efectuó con el espíritu, lleno de fantasía, del rococó. Ello se observa más claramente en sus cuadros de costumbres, notas basadas en la observación directa, a veces tomada en la calle, y en sus escasas obras de carácter religioso, género en el que siguiendo a G.-B. Tiépolo, destaca mucho su hermano mayor, Giovanni Antonio.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Venecia en el siglo XVIII

El Bucentauro parte del Lido el día de la Ascensión, de Francesco Guardi (Musée du Louvre, París).

La República Serenísima de Venecia había abandonado sus deseos expansionistas a principios del siglo XVIII pero seguía siendo, gracias sobre todo a su influyente red comercial, un estado clave en el Mediterráneo. Era una ciudadestado gobernada por una oligarquía que veía peligrar su autonomía por la rivalidad con otros estados de la península Itálica y por el antivenecianismo que se gestaba en las pocas colonias que poseían.

Por otro lado, algo de espejismo tenía la estabilidad y el esplendor de la República en este siglo XVIII, pues dependía en exceso de un comercio que tampoco era tan floreciente como antaño. De este modo, con una agricultura concentrada en muy pocas manos y, por tanto, poco eficiente, buena parte de los ingresos venían, precisamente, de las exportaciones de obras de arte y de objetos de cerámica. Asimismo, la clase dirigente era demasiado conservadora e impedía cualquier intento modernizador que pudiera poner en peligro el poder casi absoluto que ostentaban.

Pero la situación cambió, no de forma radical pero sí importante durante la segunda mitad del siglo XVIII, cuando se iniciaron una serie de reformas legislativas debidas, sobre todo, a la influencia de las ideas ilustradas que recorrían toda Europa. Así, la oligarquía cedió parte de su poder a una pujante clase burguesa que habría de ayudar a sostener el Estado merced a su actividad agrícola y comercial y a la incipiente industria que impulsaba.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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