Punto al Arte: 03 Arte egipcio tardío
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Arte egipcio tardío

El Imperio egipcio representa, quizás como pocos a lo largo de la historia, la capacidad de sobrevivir, o, mejor dicho, de resucitar, de un sistema político, de una concepción del mundo. Tras las graves crisis y épocas convulsas, cuando el Imperio parecía irremisiblemente condenado a desaparecer, los pilares de la civilización egipcia han sido capaces de resistir con estoicismo y orgullo. Durante los primeros tiempos de la época tardía, que marcan el inicio del ocaso egipcio, el arte ejerce una función indispensable para mantener lo que, poco a poco, se convertiría en un espejismo del Imperio que Egipto fue en el pasado. De este modo, los artistas intentan fijar y conservar, casi como un acto desesperado, en sus edificios y esculturas; en sus pinturas y tumbas, la esencia del Imperio, y ese nuevo impulso, que supone la concepción del arte como un servicio al estado, ha dejado algunas de las manifestaciones artísticas más sublimes y bellas de la historia del arte egipcio.

Busto de Mentuemhat (Museo Egip-
cio, El Cairo). Mentuemhat era el
gobernador de Tebas y en esta es-
cultura procedente de Karnak está
representado lleno de vigor y reales-
mo. En la jerarquía egipcia era uno
de los más altos cargos.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El ocaso del arte egipcio

El último período de la historia egipcia, la época tardía, se encuentra bajo el signo de la dominación extranjera. Empieza con el período de gobierno nubio y termina con el tolemaico, en el que los soberanos egipcios eran griegos descendientes de Tolomeo, uno de los generales de Alejandro Magno. En el centro de esta época tardía se sitúan las invasiones de Egipto y sus continuadas conquistas por asirios y persas.

Osorkon II y su esposa (Museo Británico, Londres). Relieve de la Puerta de Honor del templo de Amón en Bubastis, erigido por Sheshonk 1 y Osorkon l. El relieve rehundido, aportación típica del Imperio Medio, vuelve a adoptarse en este período más bien pobre desde un punto de vista artístico, que en busca de inspiración vuelve los ojos a la Antigüedad.



Las XXI y XXII Dinastías, que establecieron sucesivamente la capital en Tanis y en Bubastis (dos poblaciones en el delta del Nilo), gobernaron durante un período de tres largos siglos, durante el cual la paralización y el agotamiento de las fuerzas artísticas se hacen cada vez más evidentes. La XXI Dinastía terminó el templo de Khons, en Karnak, y la XXII, diversos pequeños templos en el Egipto Medio y en Bubastis. Los relieves de los mismos enlazan en general con el estilo de la época de los Ramésidas, como puede verse en los relieves policromados de rojo del templo que Osorkon II  hizo construir en Bubastis. Estos relieves, hoy en el Museo Británico, inician una característica que se acentuará en obras de tiempos más tardíos: una atención particular al modelado dulce de los cuerpos humanos por debajo del plano de la pared, siguiendo en esto la técnica del "relieve rehundido" que se ha descrito como una de las aportaciones del Imperio Medio.

Tríada de Osorkon (Musée du Louvre, París). Escultura realizada en oro y lapislázuli. Pertenece a la XXII Dinastía. y en ella se representan, de izquierda a derecha, a los dioses Horus, Osiris e lsis.
Estela de las cosechadoras de lirios (Musée du Louvre, París). De derecha a izquierda, puede verse la recolección de la flor y su prensado para obtener el perfume; es un ejemplo del arte del Egipto saita.
Una nueva idea arquitectónica que hace aparición en este momento, y que será adoptada posteriormente sobre todo durante el período tolemaico, es la expresada en el pequeño templo de El-Hibe, iniciado por Sheshonk I, un faraón de la XXII Dinastía; su patio se cierra mediante paredes, construidas entre las columnas que lo rodean, que llegan hasta la mitad de la altura de las mismas. 

Thot con cabeza de ibis. (Musée du Louvre, París). Escultura saíta, en bronce, que representa a Thot, quien, entre los distintos dioses egipcios, era el creador de las cosas, un demiurgo, inventor de la escritura y juez que pesaba las almas antes de su paso a la otra vida.



   Pero lo más notable del arte de estas dinastías es el descubrimiento de nuevos procedimientos técnicos que conducirán a la producción de estatuas de bronce de gran tamaño. A fin de animar la superficie de las figuras con toda clase de detalles, se usó el cincelado, las técnicas de la ataujía (incrustación de filetes y elementos embutidos) y la aplicación sobre el bronce de láminas de oro, que dan a estas creaciones un especial encanto. Entre tales obras destaca la deliciosa estatua en bronce de la reina Karomama, esposa de Takelot II, uno de los faraones nubios de la XXII Dinastía, que posee el Museo del Louvre. Los finos dibujos de oro, plata y electrum, incrustados en bronce, que cubren su túnica ajustada al cuerpo, son ejemplo de una elevada calidad técnica. Su actitud grácil y la finura de su rostro hablan de la delicadeza del lenguaje formal que alcanzaron estos broncistas hacia el año 800 a.C.

   Un peligro amenazador para el Imperio egipcio lo constituían los asirios, que se encontraban entonces en la cumbre de su poder. El año 670 a.C. el rey asirio Asarhadón conquistó el Bajo Egipto y lo convirtió en una provincia de su reino. Poco más tarde, en el año 663, Assurbanipal saqueó la misma Tebas. Estos hechos trajeron la instauración de una nueva dinastía egipcia, la de los príncipes de Sais, y la apertura de un período de florecimiento artístico que se conoce bajo el nombre de período saítico.

Sais era una ciudad antiquísima del delta, la ciudad de la pasión de Osiris. Cuando se produjo la invasión asiria estaba gobernada por un príncipe valeroso, llamado Neco. Enérgico y hábil, conspirando contra los nubios del Sur y contra los asirios instalados en el delta, consiguió hacerse el hombre indispensable para todas las combinaciones políticas de Egipto. Cuando fue llevado prisionero a Nínive por los asirios, a causa de una conspiración tramada contra ellos con el soberano de Nubia, logró ganarse hasta tal punto la confianza de Assurbanipal que éste lo reintegró a su trono, cargado de honores. Su hijo Psamético II afianzó definitivamente la dinastía de Sais que, en la lista de los genealogistas egipcios, lleva el número XXVI y reinó poco más de medio siglo, hasta la conquista de Egipto por los persas en el año 525 a.C.

Horus hieracocéfalo (Musée du Louvre, París). El dios halcón, con su sofisticado refinamiento, representa el arte del Egipto tardío que preludia el fin de una cultura. Este bronce fue quizás un exvoto de aquellos que maravillaron a los griegos y que todavía en la actualidad impresionan por la mezcla de misterio y de potente emoción religiosa que transmiten.
El período saítico o saita se ha considerado siempre como el momento en que se inicia la influencia griega en Egipto, que se hace sentir en las características de la escultura saítica: una ordenación más libre en la distribución de espacios y una corporeidad plástica de las figuras humanas que da vida a la imagen. La iluminación rasante descubre maravillas de refinamiento en el modelado de los "relieves rehundidos" que figuran en el interior de muchos sarcófagos de este período.

En los museos se guardan gran cantidad de imágenes de bronce de seres reales, dioses y animales sagrados. Muchas de ellas debieron ser ofrecidas a los templos como exvotos. El Horus con cabeza de halcón, que avanza con los brazos extendidos hacia delante y las palmas de las manos vueltas hacia arriba, sorprende todavía hoy a los visitantes del Museo del Louvre como una aparición cargada de un extraño misterio sagrado o demoníaco. Todo el refinamiento y el sensualismo del final de una cultura vibran en la gracia entre ingenua y perversa de la estatua de bronce de la dama Takusit, que conserva el Museo de Atenas. Finalmente, están las numerosas estatuillas de gatos, halcones, monos cinocéfalos, ibis y perros que revelan un magnífico poder de captación de lo esencial de esos animales. La expresión entre orgullosa y sarcástica de los monos cinocéfalos, la dignidad real del halcón y la delicadeza insinuante de los gatos forman un alucinante parque zoológico. Herodoto dedica largos párrafos a los gatos egipcios, hace hincapié en sus vicios y virtudes, y cuenta incluso que tenían una manera peculiar de hacer el amor. Esos inquietantes felinos, exquisitos y aristocráticos, que se presentan frecuentemente enjoyados con collares y pendientes de oro, llamaron también la atención de Diodoro de Sicilia que, en el siglo I a.C., escribió estas palabras: "A muchos les parece, con razón, muy extraño y curioso lo que es uso y costumbre en Egipto con los animales sagrados".

Representación ritual del alma (Museo Británico, Londres). Es una estatuilla saíta que representa el "Ka", el genio protector o el doble de cada individuo que siempre le acompañaba. En el otro mundo se reunía con el "Ba".
Ese refinamiento y sensualismo van acompañados de un gusto por el arte erudito, por las formas más arcaicas del arte egipcio antiguo. Tal fenómeno es característico del final de todas las culturas. La tendencia arcaizante es tal, que un observador superficial podría creerse ante obras escultóricas del Antiguo Imperio, entonces ya envejecidas por dos mil años; pero, fijándose en los detalles, aparece la delicadeza sensual, típica de esta baja época. Así sucede con las estatuas arrodilladas de Nekt-Heru-Hebt, en el Louvre, o de Va-Al-Ra, en el Museo Británico. Los rostros tersos, de sonrisa helada y frente alta, del príncipe y de la sacerdotisa aparecen animados por el pulimentado suavísimo, característico de esta época tardía. La estela del Louvre que representa una serie de muchachas cortando lirios y prensándolos para obtener la esencia para el perfume que tanto apreciaban los egipcios, es otra prueba sorprendente de arcaísmo. Si se compara esta obra con los relieves de las mastabas de Saqqarah, se creería que se está ante ante un relieve auténtico del Antiguo Imperio.

El mayor progreso de este período consiste, sobre todo, en una nueva forma, muy realista, de retrato. La caracterización individual de la personalidad, iniciada ya bajo la XXV Dinastía con el célebre busto de Mentuemhat (Museo de El Cairo) se prolongará hasta el final del período tolemaico. Estos bustos o cabezas, cuyas obras maestras son la Cabeza Verde, de Berlín, y el retrato de un sacerdote en basalto azul, del Museo de Bastan, empiezan por ser de una técnica casi milagrosa. Están labrados en piedras durísimas.

Gato (Musée du Louvre, París). Estatuilla zoomorfa típica de la época saíta. Este gato, que lleva un sobrio collar alrededor del cuello y señales de haber usado pendientes, atestigua la gran devoción popular que se prodigó a las representaciones animalísticas. El gato era para los egipcios señor de la alegría, de la embriaguez mística y del encantamiento musical. Son numerosas las estatuillas de animales halladas, aunque con frecuencia carecen de valor artístico.



   La dureza del material impuso a los egipcios de las épocas saítica y tolemaica formas lisas y geométricas. El mármol, en cambio, parece exigir los detalles anecdóticos. Las cabezas egipcias tardías son puras, impresionantes por su sencillez. La luz resbala sobre las superficies, que parecen metales pulimentados; brillan con reflejos las partes salientes y se hunden, negros, los huecos de sombra. En estas condiciones, los detalles han sido tratados con gran perfección.

Allí, a esos detalles, es donde se dirige la vista instintivamente y ninguna vacilación es admisible. Véanse las orejas de la Cabeza Verde, de Berlín, los bordes del párpado,· la cabeza de Boston ... Detrás de la superficie se aprecian los detalles del esqueleto, los arcos superciliares, la estructura del cráneo. Las arrugas grabadas como caligrafía sobre el rostro, las comisuras de los labios, los ojos entreabiertos les comunican una intensidad espiritualizada. Y aquellas impresionantes imágenes de la vejez, donde se manifiesta a la vez una inteligencia crítica y una superioridad burlona.

El año 525 a.C., el ejército persa de Cambises derrotó a los egipcios en la batalla de Pelusium, en el delta del Nilo. Psamético III fue ajusticiado y Egipto se convirtió en una satrapía del Imperio persa aqueménida. Todos los intentos hechos durante dos siglos para sacudirse el yugo, fracasaron. El viejo país del Nilo siguió bajo dominio persa hasta que fue ocupado el año 332 a.C. por los griegos de Alejandro Magno.

Alejandría, fundada entonces, se convirtió rápidamente en centro del comercio mediterráneo y en uno de los núcleos creadores de la cultura griega, aunque los sucesores de Tolomeo (el general al que Alejandro concedió el dominio de Egipto) mantuvieron aún hasta la conquista romana una última prolongación del arte egipcio autónomo. Es la época llamada tolemaica que termina el año 30 a.C. con el suicidio de Cleopatra, después de su derrota frente al romano Octavio Augusto en la batalla de Actium.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los últimos templos

Los dominadores tolemaicos, por prudencia política, se declararon legítimos sucesores de los antiguos  faraones y tuvieron un respeto escrupuloso para las creencias religiosas, las costumbres y usos del pueblo egipcio. Las dotaciones económicas a los templos y una gran actividad constructiva les granjearon la fidelidad de la poderosa casta sacerdotal. En Karnak hay todavía un relieve en el que se ve al propio Alejandro haciendo ofrendas, como un converso, a su padre Amón. Viste perfectamente la indumentaría faraónica: el klaft sobre el que se sostienen en· un equilibrio inestable las coronas blanca y roja.

Estatuilla de Va-Al-Ra (Museo Británico, Londres). Esta estatuilla pertenece a la XXVI Dinastía y representa una figura arrodillada portando la figura de Osiris, dios egipcio de la muerte.
El ejemplo más notable del interés de estos faraones de origen griego por la cultura egipcia es el templo de Horus, en Edfú, en el Alto Egipto. Este edificio conservado en excelente estado, fue iniciado por Tolomeo Ill Evérgetes en el año 237 a.C. y constituye un gigantesco monumento de fidelidad a las tradiciones egipcias. Por eso su planta es la ya conocida, típica del Imperio Nuevo. Tras un impresionante pilón está el patio, separado del vestíbulo por tabiques situados a media altura entre las columnas. Es la novedad arquitectónica que ya vimos que se introdujo durante la XXII Dinastía, pero que ahora se convierte en norma. La sala hipóstila tiene sólo doce columnas todas de la misma altura; la luz tiene que entrar por un agujero practicado en el techo.

Retrato de un faraón de la XXVI Dinastía (Museo Británico, Londres). Esta escultura es un buen ejemplo del arte del Egipto salta, en la que se puede apreciar un gran refinamiento técnico. El faraón lleva la serpiente sagrada, sobre una diadema, en la cabeza.



   Análogo a Edfú por su aspecto y medidas es el templo de Hathor que iniciaron los últimos faraones tolemaicos en Denderah. Los capiteles que coronan sus columnas son gigantescas cabezas de la diosa Hathor con el peinado que llevaban las reinas de la XII Dinastía. He aquí otra prueba de la afición a lo arcaico del arte egipcio tardío. Esos dos grandes mechones de pelo pendientes a cada lado del rostro no los llevó ninguna dama del Imperio Nuevo y debían ser algo ya olvidado cuando se construyó el templo de Denderah. El arcaísmo sistemático revela la preocupación política por entroncar con el pasado de las Dos Tierras y -a la vez- la precisión con que la vejez, en este caso la última fase de una cultura, evoca su infancia y las fases juveniles.

Cabeza verde (Museo Egipcio, Berlín). Esta pieza está considerada como una de 1as últimas grandes obras del arte egipcio. El cuerpo se ha perdido, y con él las inscripciones; aunque se ignora el nombre del personaje, se supone que fué sacerdote. El escultor ha hecho un profundo estudio anatómico que le ha permitido describir minuciosamente todos los detalles del cráneo. Sin embargo, lo más admirable es el retrato espiritual de un individuo enérgico y consciente, que parece una anticipación del glorioso retrato romano, al que acaso supera por su sentido de la síntesis y su increíble agudeza.
Pilón de entrada al templo de Edfú, inmensa construcción tolemaica situada a cien kilómetros al sur de Luxor. Su estado de conservación es excelente. El pilón es a la vez fachada, donde el dios se muestra al pueblo en imaginativos relieves, y defensa del templo. Es tas moles fueron para los egipcios dos montes entre los cuales salía Horus cada mañana para tender su espada invencible al faraón a fin de que éste pudiera aplastar a cualquier enemigo de Egipto.
En la frontera de Nubia, en un lugar próximo a la primera catarata del Nilo, se conservan magníficas construcciones de la época tolemaica. Estas se levantaron en la isla de Filé, también conocida por la denominación latinizada de Philae, la cual aparecía como una barca de roca en el centro de las aguas del gran río. La vieja presa de Asuán hacía que éstas la cubrieran durante nueve o diez meses al año, apareciendo a lo largo del período restante una imagen muy evocadora de ruinas semisumergidas que ilustra frecuentemente los últimos capítulos de los libros sobre el arte egipcio. No obstante, la construcción en Asuán de una nueva presa de dimensiones gigantescas, la que contiene el llamado lago Nasser, hizo desaparecer por completo el encanto de aquellos parajes, actualmente engullidos por las aguas.

Fachada del pronaos del templo de Hathor, en Denderah. Hathor es la diosa celeste, la diosa del amor y de la danza y la vemos representada en estos seis capiteles de las columnas del pronaos del templo de Denderah. Son cabezas de mujer que tienen unas hermosas orejas de vaca. 
En la isla antes solitaria y deshabitada de Filé aseguraban los sacerdotes que Isis había dado a luz al hijo póstumo de Osiris, Horus el vengador. No es de extrañar que, dada la veneración siempre creciente por Isis, hasta en la época romana, se multiplicaran allí los templos y se convirtiera en lugar de peregrinación. El edificio principal de entre los que se levantaban en la isla de Filé era el templo dedicado a Isis, que tanto por su estilo como por su planta apenas se distingue de los grandes templos tebanos del Egipto tradicional. Alrededor del mismo había otras construcciones de elegantísimo porte, como el llamado pabellón de Nectanebo, en realidad un desembarcadero o quiosco descubierto.

Las columnatas, de bellas proporciones, estaban protegidas y resguardadas por un alto antepecho del tipo que se introdujo a lo largo de la XXII Dinastía, gracias al cual en los intercolumnios tan sólo quedaban abiertos unos pequeños espacios a modo de ventanas. El itinerario que, mediante una escalinata, conducía desde el río hasta uno de estos edificios, sólo puede ser reseguido mentalmente con la imaginación: en un rellano se levantaba un gracioso obelisco de granito y más arriba, el pórtico, como recogiendo toda la brisa del Nilo. Desde allí la vista se extendía sobre el pequeño mar, sembrado de isletas pequeñas, que formaba el río ...

Templo de lsis, en la isla de Filé. Este templo egipcio se pudo recuperar gracias a un programa que la UNESCO puso en marcha entre los años 1970 y 1980. lsis es la diosa suprema de los egipcios, esposa de Osiris y madre de Horus. Este templo ejemplifica el renacimiento de la monumentalidad egipcia durante el período tolemaico.
Los relieves que figuraban en estos templos de época tolemaica, hoy desgastados y erosionados por su larga permanencia bajo las aguas, contenían exclusivamente escenas sagradas. Las representaciones de temas mundanos, cacerías y batallas que tanto abundaron en los templos del Imperio Nuevo, aquí fueron proscritas. No obstante, esta inacabable representación de actos litúrgicos ofrecía un nuevo atractivo por el modelado de los cuerpos humanos, más plástico y arrimado que jamás lo había sido en el arte egipcio. Su delicado sentido de la forma confería sensuales redondeces plásticas a las figuras de las diosas coronadas con cabezas de buitre o con cuernos sagrados.

Templo de Isis, en la isla de Filé. En el último y fecundo período del arte egipcio se crearon una gran cantidad de capiteles, que se distinguían por su grandiosidad, su elegancia y magnífica decoración, dedicada, como en este caso a la representación de la diosa Hathor.
Pero la gloria de la escultura de este período son los retratos en piedras duras, difíciles de labrar y de pulir. Sus superficies brillantes producen efectos fantasmagóricos; gracias a ello la forma, con los reflejos, toma valores diferentes según de donde llega la luz. Los aztecas y los mayas se complacieron, por esta misma razón, en labrar máscaras de obsidiana, jade y nefrita.

Detalle del capitel de una columna del templo de Horus, en Edfú. Sobre una columna papiriforme, decorada con papiros y lotos, se encuentra la imagen de la diosa Hathor mostrando unas bellas orejas de vaca, animal simbólico bajo el que se adscribía.




La escultura se convierte así en un arte misterioso, no sólo por los métodos que emplea, sino también por sus resultados, casi mágicos. Si la vida es cambio, transformación, actividad, las esculturas en piedras duras, pulimentadas hasta ser como espejos, consiguen una variabilidad con los rayos de luz

Fuente: Texo extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat.

El sentido de la columna


Detalle del capitel de una columna del 
Templo de Horus en Edfú. 
Si bien la columna se ha considerado siempre un elemento clave a la hora de la construcción, su origen obedece asimismo a un carácter simbólico. De hecho, si ya en el conjunto de la pirámide de Zoser se intentó imitar los materiales naturales con los que se hicieron las  primeras casas, gran parte de ello se conservó en la posterior evolución de la arquitectura egipcia.

Su estructura fundamental, de basa, fuste y capitel, se mantuvo a lo largo de toda la historia egipcia. Sobre la basa de forma circular, se apoyaba el fuste que podía tener una forma fasciculada o acanalada, en clara evocación de los tallos de los árboles y plantas del Nilo. La parte inferior de estas columnas se refería a la vegetación de las plantas bajas de los ríos. Por último, el capitel podía presentar variadas formas vegetales, aludiendo siempre a la flora del país; de ahí los nombres de palmiforme, papiriforme o lotiforme.

La arquitectura hacía referencia continuamente al mundo de la arquitectura y el de la naturaleza se daba en la tipología del templo, de forma que éste pretendía aparecer ante los ojos de los egipcios como un bosque de palmeras visto desde el Nilo. Para lograr ese efecto, las columnas jugaban un papel de sí­mil, elevándose hasta el techo donde se aludía al mundo de los dioses.

De ahí la importancia de las salas hipóstilas, donde el elemento predominante era este soporte. Tras pasar el patio al aire libre con el que se abría el interior de todo templo mistérico, se accedía a estas salas, que en los textos egipcios recibía a veces la denominación de la "sala verde", en clara asociación al valle del Nilo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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