Punto al Arte: 02 Pintura y escultura francesas en el siglo XVIII
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Jean-Antoine Watteau

La inquietud de la época la encarna el mayor pintor que dio, en Francia, el siglo. Jean-Antoine Watteau (1673-1721) fue también el pintor que ejerció más influencia entre sus contemporáneos, y sin discusión es uno de los primeros artistas de la Europa contemporánea. Nacido en Valenciennes, llegó a París en 1702 y tuvo por maestro a Claude Gillot, enamorado de los temas de la Comedia Italiana, predilección que supo transmitir a su joven discípulo.

Sin Watteau, la pintura francesa del siglo XVIII habría perdido su mayor profundidad y seguramente hubiera sido como una suerte de período de cambio y cierta efervescencia que se pierde en su propia volatilidad. De alguna manera, Watteu logra con su obra apuntalar una corriente que corría el riesgo de pasar desapercibida.

Trabajó relativamente poco; era tísico y murió antes de alcanzar la vejez. Sus relaciones con Claude Audran, de antigua familia de grabadores y conservador del palacio del Luxemburgo, le facilitaron el estudio de los grandes lienzos que pintó Rubens para el casamiento de Enrique IV con Catalina de Médicis, que entonces adornaban aquel palacio. Así Rubens hubo de influir necesariamente en las" fiestas galantes" de Watteau y hay improntas indudables de este hecho en la obra del francés. Habiendo fracasado en la obtención del Premio de Roma, regresó en 1709 a Valenciennes, y allí pintó algunas escenas militares. Su lienzo Embarquement pour Cythère (su obra más famosa, hoy en el Louvre), le abrió en 1717 las puertas de la Academia, y pronto contó con importantes clientes, entre ellos el coleccionista Crozat, y con el apoyo del vendedor de pinturas Gersaint, su gran amigo. En 1719, con la esperanza de mejorar su dolencia, se trasladó a Londres; pero regresó, empeorado, al año siguiente. Pintó entonces otra célebre obra suya, L'enseigne de Gersaint (Muestra de la tienda de Gersaint), que se conserva en Berlín.

L'enseigne de Gersaint de Jean-Antoine Watteau (Castillo de C harlottenburg, Berlín). Esta obra maestra, que fue comprada por el rey Federico II de Prusia, había sido destinada por el propio artista a servir de panel de anuncio del comercio de su amigo el marchante Gersaint, en cuya casa, Watteau, estando enfermo, pintó el cuadro en sólo ocho días. 

Watteau fue la perfecta encarnación del artista insouciant. Su primer biógrafo, el conde de Caylus, explica que, habiéndole reprochado su falta de prevísión, Watteau le respondió que el peor fin que podía caberle era el hospital, pero que allí on n'y refuse personne (seguramente aludiendo a sus primeros fracasos con la Academia, que hubieron de maltratar su ego tanto como la tisis su organismo). Cuando m urió empezaba ya a" repetirse", y su naturaleza sensible no le hubiera permitido, probablemente, una segunda época.

En la variedad de su pintura, llena de resonancias, Watteau muestra plena conciencia de las inquietudes de su tiempo, y esto es precisamente, una de las razones que permiten que Watteau sea mucho más que un artista en la nómina de los pintores rococós. En contraste con las de sus imitadores Lancret y Pater, sus fiestas en jardines y sus escenas galantes no son jamás un pasatiempo frívolo, cuyo goce nada enturbia.

⇨ Gilles de Jean-Antoine Watteau (Musée du Louvre, París). Detalle de este cuadro, hoy famoso, que expresa toda la melancolía del payaso, toda la gloria y la miseria del comediante, y que pasó desapercibido durante más de cien años. A mediados del siglo XIX figuraba en el escaparate de un marchante, con un letrero que decía: "Pierrot estaría contento si llegara a gustar a alguien". Un desconocido lo compró entonces por 150 francos.

Una melancolía crepuscular invade el ambiente de esas fiestas, conciertos o conversaciones que tienen lugar sobre fondos magníficos de parques. Quizá el impulso vital del rococó y del optimismo del siglo no podían ahogar del todo la certeza de la enfermedad. En estas pinturas, Watteau acudió a menudo, como a un subterfugio, a la excusa de la representación teatral, porque halló en los personajes de la Comedia Italiana (entonces tan en boga en París) una forma de anular la realidad mediante una ficción llena de gracias; así tales personajes, su Dominique, el Indiferent, Finette, etc., son como seres de fantasmagoría que el artista viste, no sólo de sedas, sino de cambiantes caracteres humanos. Las amplias perspectivas de árboles que se pierden a lo lejos -a veces (como en el Embarquement) en una cálida atmósfera de neblinas doradas-, su misma insistencia en representar en sus pinturas a persa najes vueltos de espaldas, son ya como una declaración de anhelos insatisfechos que nunca esperan colmarse. La pintura de Watteau es, en este sentido, una manifestación de nostalgia aguzada por la decepción. Incluso en L' enseigne de Gersaint, donde quiso ser realista, e intimista, este concepto de la fragilidad humana se revela en los reflejos, imprecisos, de las telas sedosas que visten sus personajes. Sus mejores imitadores, J.-B. Pater (1695-1735) y Nicolas Lancret (1690-1743), en sus temas amables, inspirados en la pastoral y la fácil galantería, no supieron recoger la calidad nerviosa, vibrante y profunda de su maestro.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura y escultura francesas en el siglo XVIII

El siglo XVIII francés fue, en el pensamiento y en el arte, extraordinariamente complejo; en él se asocian, en una concepción nueva de la vida, la exaltación del individualismo y un análisis, incesantemente proseguido, de las posibilidades de la inteligencia y la sensibilidad. En el capítulo anterior pudimos observar este siglo desde un ángulo a través del cual aparece sólo en uno de sus aspectos, el del "hermoseamiento" y la frivolidad lujosa, y es verdad que este siglo fue muy frívolo también, aunque conformarnos con esta visión sería un error. Esta frivolidad, que efectivamente existía, era sólo su vestidura, su capa exterior, el vestido con el que se acudía a las fiestas. Porque aquella época fue una de las que llevan su propia enfermedad, su mal de síecle; tal enfermedad consistió, probablemente, en plantearse, a la vez, todos los principales interrogantes que acucian al alma humana con una lucidez racional tan necesaria como dolorosa. Por esto resultó ser, por su ideario, una época tan subversiva, como dan fe de ello los acontecimientos históricos de dicha centuria: el siglo de la Encyclopédíe, de la fe en la ciencia (de la que creyó haber dado una definitiva sistematización), del racionalismo llevado a sus últimas consecuencias. Fue, verdaderamente, un siglo de ateos y deístas e indiferentes en materia de religión. Pero en él latía también un nuevo sentido de lo humano, una fe optimista, que también puede parecer algo excesiva, en las bondades naturales del hombre.

La infanta María Ana Victoria de
Nicolas de Largillière (Museo del

Prado, Madrid). Hija de Felipe V

y de Isabel Farnesio, la ruptura 
del compromiso matrimonial en-
tre esta joven princesa y Luis XV
puso a España y Francia al borde
de la guerra. 
En lo que respecta al arte, el suyo marca un contraste tajante con el siglo que le precedió. El siglo de Luis XIV, a través de su arte oficial, se había mostrado insoportablemente enfático, como no podía ser de otra forma pues, como se ha señalado, era, en buena parte, una "sintomatología" de los delirios de grandeza del absolutista monarca. Ahora, el énfasis se ha perdido o aparece atenuado y aplicado a otras intenciones mucho más sutiles. Se comprueba en los pintores retratistas, cuyo arte fue de transición entre una y otra época; todos ellos, Rigaud, Largillière, los De Troy, durante el siglo XVIII aparecen cultivando un arte que a la amabilidad une una mayor libertad en la interpretación psicológica. Uno de ellos, Nicolas de Largillière, o Largillière (16561746), fue más pintor del siglo XVIII que del Grand Siècle. Formado principalmente en el extranjero, con Goebow en Amberes y Peter Lely en Londres, de ellos adquirió una técnica de suaves transparencias que se ajusta más al espíritu de sus retratos dieciochescos.

 María Adelaida de Francia de Jean-Marc Nattier (Galleria degli Utfizi, Florencia). En 1776, el autor retrató a la tercera hija de Luis XV ataviada como Diana, la diosa romana de la caza. 

Cultivó el retrato mitológico, esto es, de damas disfrazadas de Dianas y otras divinidades femeninas, especialidad que constituyó la de otro retratista plenamente representativo del estilo rococó en ese género: Jean-Marc Nattier (1686-1766). Nattier, una generación posterior a la de Largillière, era hijo de un pintor académico. Pintó, y ello no es poco mérito, para Catalina de Rusia; mas sus grandes éxitos, algo tardíos, los logró como autor de los retratos que le encargó Luis XV de sus primeras amantes, la duquesa de Châteauroux y sus dos primas, y retrató también a las hijas de Luis XV y a otros miembros femeninos de la familia real. Los ropajes de sus modelos, aunque expresados con pompa, no tienen, sin embargo, ritmos tan violentos como los de los retratos de la época del Rey Sol.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Diderot, Voltaire y la Encyclopédie

Denis Diderot fue uno de los personajes más importantes de la Francia de su tiempo. Nacido en 1713, murió en 1784, poco antes del estallido de la Revolución. Hombre que se interesó por todos los campos del saber y cuya inteligencia estaba a la altura de su voraz curiosidad fue encarcelado acusado de ateísmo al publicar su obra Carta a los ciegos, en 1749. Al salir de la cárcel, Diderot puso en marcha la que será su gran contribución a la cultura: la Encyclopédie. Esta colosal empresa que pretendía reunir el pensamiento ilustrado supone todo un ejemplo de optimismo en el hombre y su racionalismo.

Para llevarla a cabo, Diderot contó con la colaboración de más 130 personas de gran prestigio intelectual y con la importante ayuda de Madamme Pompadour, sin cuyos apoyos hubiera sido muy complicado que finalmente aparecieran los 22 volúmenes que, a lo largo de 21 años, vieron la luz.

Uno de los colaboradores más famosos en la escritura de esta compilación fue Voltaire, nacido Franc;ois Marie Arouet. Gran escritor y filósofo, Voltaire puso sus ideas al servicio de la burguesía, a la que él mismo pertenecía. Él es la esencia de esa burguesía que está pidiendo un cambio en la Francia del siglo XVIII; él es la Ilustración. Muchas de sus ideas pertenecieron al ideario de la Revolución francesa, aunque siempre Voltaire se mostró partidario de una monarquía moderada. Por ejemplo, siempre atacó furibundamente a la religión y defendió la necesidad de permitir mayores libertades civiles.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Embarque para Citerea


La obra de Jean-Antoine Watteau, Embarque para Citerea (Embarquement pour Cythère), de cuya modernidad y complejidad iconográfica tanto se ha escrito, se convirtió en objeto de las más duras críticas por parte de intelectuales y artistas de los años centrales del siglo XVIII. La pintura presenta una esmerada composición con un grupo de personajes elegantes que gozan con sus respectivas parejas en un paisaje melancólico envuelto en una sutil luz. No se trata de la Arcadia, el Paraíso que tanto entusiasmó a artistas como Poussin, sino de la peregrinación a Citerea, la isla sagrada de Venus, diosa del amor, a donde los Céfiros la llevaron después de su nacimiento. Ella está representada junto con su hijo Cupido, armado con su flechas y arco, atento para disparar a los humanos y conseguir que se enamoren.

Watteau es el pintor del momento, de la transitoriedad: no narra una historia, sino que muestra un instante. Es por este motivo que se han hecho muchas interpretaciones de este cuadro, a veces contradictorias, pues ¿se dirigen las parejas a embarcar hacia la isla del amor? O ¿hacen el trayecto inverso y muestran un semblante triste porque han de abandonar la tierra donde han encontrado el tan deseado amor?

La pintura refleja el ambiente de las fiestas, la alegría de vivir, el amor galante y la sensualidad de los cuerpos. El tema de les fêtes galantes, las fiestas al aire libre fueron muy populares en la sociedad cortesana del siglo XVIII. La relación entre el hombre y el paisaje ya había sido abordada por artistas como Rubens. Aquí la huella de su Jardín del amor, realizada en 1632, con su vía colorista y sensual, está presente.

En la representación de la escena parece como si el pintor diese más importancia al paisaje, al entorno físico, por la pequeñez de los personajes. Sitúa a los enamorados bajo árboles y a otros caminando plácidamente. Mezcla a los humanos con imágenes extraídas de la mitología clásica. Erige entre la abundante vegetación, esculturas paganas que al fin y al cabo se convierten en testimonio de los placeres de los protagonistas. Las parejas se alejan de la estatua de Afrodita, la diosa de lo bello, después de haber depositado las correspondientes ofrendas. La imagen de la escultura de Venus, situada en el extremo derecho del cuadro, parece desprender vida.

Da la sensación de que los enamorados hayan acabado de su día placentero y se dirijan complacientes y satisfechos hacia la nave que les aguarda debajo de la colina.

La obra tiene una sensualidad matizada por una atmósfera difusa y cálida y por la actitudes galantes y tranquilas de sus protagonistas. Se trata de una pintura que quiere seducir. Como los pintores del rococó, el tema no está al servicio del estado y de la religión, sino del gusto del público y de la misma creatividad del pintor.

Jean-Antoine Watteau es el innovador de la técnica, utiliza una paleta brillante, una pincelada rápida que producen en la pintura efectos táctiles.

Watteau trabajó un género nuevo en el que la escena se desarrolla en la naturaleza y se mezcla con ella. Fue un pintor que se caracterizó principalmente por sus composiciones galantes y costumbristas. Fue el artista del universo de los momentos felices y placenteros.

Este óleo sobre lienzo imbuido de una gracia rococó se fecha en 1717, mide 129 X 192 cm, y se conserva en el Museo del Louvre de París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura sensual de Boucher

En franco contraste con la obra de Watteau se manifiesta la pintura de François Boucher (1703-1770), artista formado en la Academia e imbuido plenamente del espíritu ligero del mundo rococó. Quizá sean la cara y la cruz de la misma moneda; Boucher es el perfecto anfitrión para una fiesta, el que siempre ríe y sabe alegrar las conversaciones, mientras que, por su parte, Watteau nos recuerda que, antes o después, se debe regresar a una realidad no siempre agradable. Boucher fue profesor de pintura de la Pompadour y dirigió la manufactura de tapices de Beauvais y además llegó a ser primer pintor del rey.

Sobresalió por su actividad de decorador, y el estudio de la pintura decorativa (de la que hizo bella aplicación en el Hôtel de Soubise, en París, y en Fontainebleau) le llevó a Roma, donde residió entre 1727 y 1731.

El rapto de Europa de François Boucher (Musée du Louvre, París). Realizado en 1747, el autor representa en este cuadro un episodio clásico de la mitología griega, recogido por Ovidio en su Metamorfosis: el rapto de la hija del rey de Fenicia, Agenor, por Zeus transformado en un toro blanco. Como se puede observar, no faltan las volutas y los querubines desplegando un arco de triunfo.

Su arte se apoya abiertamente en temas sensuales, muy propios del rococó. En 1733, de regreso de Roma, se casó, y puede decirse que entonces empieza su brillante carrera, relacionada con los devaneos del rey. Su estilo revela entonces una visión clara del mundo, al menos tal como él debía desear que fuese: un jardín poblado de ninfas. Protegido por la favorita de Luis XV, en varias ocasiones fue la misma marquesa de Pompadour quien le sugirió los asuntos amorosos (o por mejor decir, eróticos) de sus cuadros, a que la habilidad de Boucher, como dibujante estudioso del desnudo femenino, tanto se prestaba. Boucher pintó los más bellos y juveniles cuerpos de mujer imaginables: Psiquis conducida por el Céfiro al palacio del Amor, el Baño de Diana, etc. En esos cuadros y plafones hay una auténtica sinceridad que los hace estimables.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los retratistas y paisajistas franceses

Mientras Boucher desnudaba así a las adolescentes bellezas del Parc des Cerfs, ejercía su gran talento de retratista otro de los mayores pintores franceses del siglo, Maurice Quentin de La Tour (1704-1788). Nacido en Saint-Quentin, se dedicó pronto, en París, al retrato al pastel, y en seguida obtuvo grandes éxitos. De este modo, en 1746 ingresaba en la Academia, y ya en 1750 lograba el gran honor de ser nombrado pintor del rey.

⇨ Autorretrato de Quentin de la Tour (Museo de Picardía, Amiens). La mirada del pintor parece que busca establecer contacto con el espectador. La sonrisa cómplice y su naturalidad contrastan con el envaramiento de los retratos del siglo XVIII. 



El retrato al pastel era un género que habían difundido por Europa hábiles pintores, como la veneciana Rosalba Carriera o como otro artista de auténtico talento, el ginebrino Liotard (ambos trabajaron en la corte de Sajonia). Pero La Tour superó incluso a Liotard, lo cual es realmente meritorio. Retrató a pensadores o Philosophes contemporáneos, como D' Alembert y Rousseau, a la esposa del Delfín, a Mauricio de Sajonia y a madame de Pompadour. Antes de morir se retiró a su ciudad natal e instituyó en ella una Escuela de Dibujo.

⇦ La condesa de Castellblanco de Juan Bautista Oudry (Museo del Prado, Madrid). El retrato de personajes importantes fue una de las actividades de este autor. En este caso es una noble condesa que aparece con su escudo nobiliario y su perro. El tratamiento del traje evidencia su preciosismo. 



Pero este período central del siglo XVIII fue pródigo en buenos retratistas, como J.-B. Perroneau (1715-1783), que se valió también a menudo del pastel, y Jacques-André Aved (1702 -1766), nacido en Douai e íntimo amigo de Chardin. Otro fue François-Hubert Drouais (1727-1775), de estilo almibarado, discípulo de Boucher y especializado en el retrato infantil.

Buenos representantes de las escenas de caza y naturalezas muertas basadas en estos mismos temas fueron, Alexandre-François Desportes (16611743) y J. B.Oudry (1686-1755). Oudry dirigió también la fábrica de tapices de Beauvais, para la que realizó numerosos cartones.

Niño de la peonza de Juan Bautista Oudry (Musée du Louvre, París). El modelo de este cuadro es el hijo del joyero de su barrio, bien vestido, con el cabello recién rizado y empolvado.  


La Benedicite de Jean-Baptiste-Simeon Chardin (Musée du Louvre, París). El sentido de la intimidad, que en Boucher o Fragonard tiene una significación soñadora y sensual, en este autor reviste la humilde densidad de las tradiciones artesanas de Flandes y de Holanda. Nadie mejor que él ha buceado en el alma infantil y ha evocado la calma y la ternura de la vida en el hogar. Buena prueba de ello son este famoso cuadro, penetrante observación del mundo de la pequeña burguesía francesa. 

Como habían hecho ya los holandeses, algunos pintores del XVIII francés muestran gran identificación con el ambiente que pintan. Esto se transparenta, sobre todo, en las pinturas de J.-B.-Siméon Chardin (1699-1779), hombre retraído y tranquilo, en cuyo realismo ferviente late una especie de protesta contra el arte meramente formalista. Gran parte de su obra es una glorificación de la materia a través de una afirmación, noble y concienzuda, de los valores de que se hallan revestidos los más humildes objetos. Este amor por las cosas, y su talento en combinarlas en composiciones de sutil construcción, parecen a veces presagiar el arte de Cézanne. Hay en ello, más que naturalismo, una verdadera ansia por rehabilitar aquello que el clasicismo pictórico había juzgado negligible. No menos poéticamente inspiradas son sus escenas íntimas: el Benedícite, el Niño de la peonza, La Aprovisionadora, etc. En su vejez ejecutó, al pastel, autorretratos importantísimos.

Los restos del almuerzo, de Jean-Baptiste-Simeon Chardin (Musée du Louvre, París). La pasta pictórica, en manos de Chardin, podía sugerir las cualidades táctiles de cualquier materia como nadie había conseguido antes de él: véanse la loza, el vidrio, el metal y la madera de su célebre cuadro de 1763.  

⇦ El pequeño dibujante de Nicolas-Bernard Lépicié (Musée du Louvre, París). El personaje retratado es C. Vernet, que transmite una gran calma e ingenuidad mientras realiza la actividad con la que evidentemente disfruta.



Entre sus imitadores destaca el pintor Nicolas-Bernard Lépicié (1735 -1784).

El paisaje no es muy abundante en la pintura francesa del XVIII; es un género pictórico que se halla entonces, en Francia, en su fase de preparación. Destaca, entre los pintores que realizaron viajes arqueológicos, el pintor de ruinas romanas Hubert Robert (1733-1808), que supo dar de ellas una visión hermoseada con destellos de poesía. Otros cultivaron la panorámica y la marina con lirismo, como Joseph Vernet (1714-1780), tronco de una larga familia de pintores. Otros, en fin, destacan ya por una visión completamente nueva y sincera del paisaje, como Louis-Gabriel More a u (1739-1805).


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La institutriz


A partir de 1733, aproximadamente, Jean Siméon Chardin inició una nueva etapa en su carrera al empezar a componer escenas intimistas como La institutriz (La Gouvernante), realizada en 1738.

El número de figuras que aparecen en sus pinturas siempre es reducido. Aquí, coloca a dos personajes en el ambiente de una casa burguesa sencilla, con una decoración sobria, austera, en un ambiente casi religioso. El pintor ha sabido materializar muy amablemente la cotidianidad de una pequeña burguesía parisina en su intimidad: fa criada dedicada a sus tareas y el niño como tal con los juguetes por el suelo. Es imposible imaginar mayor contraste simbólico entre los juguetes esparcidos a la izquierda del cuadro y el costurero abierto con la labor de la mujer a la derecha.

La joven institutriz reprende al niño de una forma estrictamente íntima y la lección aprendida para su futuro comportamiento queda clara. Se suele pasar por alto el marcado aspecto moralizante del tema: una criada asume el deber de amonestar a una persona que puede llegar a convertirse en su señor y por tanto su superior en la escala social.

La mujer ya no es sensual, sino que es una criada, que representa el papel educativo de la madre. En las escenas de género de Chardin no solemos encontrar al padre ni a ninguna otra figura masculina y si hay niños se da por supuesto que son disciplinados. Son las madres y las mujeres de aspecto maternal las que destacan imbuidas en sus tareas domésticas. Sus obras contrastaban con los temas heroicos y las alegres escenas del rococó que constituyeron la corriente artística principal durante la primera mitad del siglo XVIII.

El cuadro emana reposo, como todas sus obras. La escena es siempre algo bien hecho, bien construido. El gesto natural y preciso de los cuerpos nos transmite tranquilidad y calma. Resalta la delicadeza del colorido y la luz tenue que irradia en los personajes proyectando un aura de humanidad.

Chardin es un realista, pinta aquello que ve, los ambientes sencillos, el trabajo y los gestos cotidianos. Se mueve totalmente al margen de la moda galante y recoge la tradición interiorista de la Holanda del siglo XVII. Al igual que Vermeer, sitúa la mujer como centro de las casas modestas. Como el pintor de Delft, la luz será otra de sus grandes preocupaciones.

En sus pinturas es más importante las-formas que el contenido. Con eso y con todo, su mérito reside en la fusión extraordinaria de la técnica y la temática. Sus personajes son, de hecho, naturalezas muertas; inexpresivos, serios, y tan íntegros como un objeto artesanal.

Fue admirado por Denis Diderot por su técnica minuciosa y perfecta y por plasmar los valores morales. Tanto él como Greuze eran algunos de sus favoritos, mientras que despreciaba a Boucher por su vida depravada, que se reflejaba en sus cuadros. "¡Otra vez quí, gran mago, con vuestras composiciones mudas! ¡Cuántas cosas le dicen sobre la imitación de la naturaleza, la ciencia del color, y la armonía! ¡Cómo circula el aire alrededor de esos objetos! ¡La luz del sol cubre mejor los contrastes de los seres que ilumina! ¡Chardin no conoce colores amigos ni enemigos!", escribiría el filósofo refiriéndose al pintor.

Por sus naturalezas muertas y retratos intimistas se le considera el pintor de la burguesía francesa y el continuador de la pintura holandesa. Su obra La institutriz, de 46 x 37,5 cm actualmente se conserva en la Galería Nacional de Canadá, en Ottawa.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Jean-Honoré Fragonard

Singular empuje manifiesta la carrera, de variado estilo, de Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), pintor meridional, nacido en Le Grasse, pueblo de olivares y viñedos en Provenza. En 1752 obtuvo el codiciado Prix de Rome y consiguió aprovechar el tiempo en la Ciudad Eterna, aunque se sentía en ella un poco ahogado con tanto mármol y tantas estatuas y pinturas. Antes había sido discípulo de Chardin y Boucher.

El lienzo que le valió el premio era de tema bíblico (Jeroboán sacrificando a los ídolos), con noble estilo académico que supo cultivar en otras obras.

Las Baigneuses de Jean-Honoré Fragonard (Musée du Louvre, París) Una atmósfera llena de luces impregna estos cuerpos triunfantes de los que no está ausente la vena erótica. La morbidez de las formas, la fluidez de los paisajes y el preciosismo de las tonalidades de Fragonard son debidos a un meditado estudio de las obras de JordaensRubens y -aunque parezca sorprendente- Rembrandt, a quien tanto admiró.

En Roma dibujó los paisajes y jardines italianos, corriendo las regiones circundantes junto con Hubert Robert y el curioso Abbé de Saint-Non, estudioso de las antigüedades. Jamás perdió su recia personalidad, y, vuelto a París, ingresó en la Academia, en 1765, con su obra Coreso y Calirroe, y en 1769 se dedicó a la pintura de escenas galantes o intencionadas, con más vigor y más verve pictórica que Boucher. Más tarde, una vez que se hubo casado se dedicó preferentemente a la evocación de escenas familiares. Realizó un segundo viaje a Italia en 1773, y desde 1789 se estableció en su patria. Frago -como se le llamó, y como firmó a veces-, si se mostró atrevido en algunos de sus temas, en otras obras suyas denota ya una especie de obsesión romántica. Como buen meridional, se interesó por la Revolución, la cual, sin embargo, le dejó sumido en el olvido.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura de género

El más célebre cultivador de la pintura de género sobre asuntos moralizadores fue J.-B. Greuze (17251805), de quien Diderot elogió su morale en peinture, en cotejo con la frivolidad reinante, en ocasión de exponerse su célebre cuadro I’Accordée de Village. Su técnica pictórica era excelente y se deleitaba en dar a sus escenas el dramatismo propio del teatro larmoyant, que el mismo Diderot cultivó. Marchó a Roma en 1775 e ingresó en la Academia; mas en su vida privada fue muy desafortunado: al regresar de Italia contrajo matrimonio en París con una librera de algo más edad que él, cuya vida disoluta obligó al pintor a pedir la separación legal. Algunas de sus obras de una sola figura, La Lechera, El cántaro roto, son excelentes, dentro de su estilo algo dulzón.

Autorretrato de Elisabeth Vigée-Lebrun (Musée du Louvre, París). Discípula de Jean-Baptiste Greuze y una gran artista, especialmente dotada para la pintura de la infancia y la feminidad. Su Autorretrato con su hija (1789), inspirado, en parte, en los maestros ingleses de la época, demuestra que la dulce ternura que aprendió de Greuze no se desvía por los morbosos caminos de su maestro. 

Cierra el siglo, ya lindando con la pintura neoclásica, el arte sentimental, rousseauniano, de madame ElisabethVigée-Le Brun (1755-1842), cuyo autorretrato del Louvre (con su hija) es celebérrimo. Artista de fino talento femenino, fue pintora de la corte de Luis XVI, y ejecutó no menos de veinte retratos de la reina María Antonieta, lo que no es poca cantidad. En 1789 emigró, pasando a Italia y después a Viena y a San Petersburgo, y no regresó a Francia hasta 1802.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escultura francesa del siglo XVIII

Ya en el terreno de la escultura, la dinastía de los Coustou y los Lemoyne, con otra familia de escultores (originaria de Amberes), los Slodtz, llenan con sus bustos la primera mitad del siglo; son retratos todavía enfáticos. Lo mismo cabe decir de dos escultores hermanos, los Adam, loreneses. Mas se insinúa al propio tiempo una reacción, en sentido clásico, que atenúa el énfasis, en Edme Bouchardon (1698-1762), autor en París, de la Fuente de las Estaciones de la rue Grenelle. De mucha mayor independencia de estilo hizo gala el escultor J.-B. Pigalle (1714-1785), que trabajó para la Pompadour y fue retratista admirable de personajes de la vida intelectual; importante en su monumento sepulcral del mariscal Mauricio de Sajonia, en Santo Tomás de Estrasburgo, y su estatua de "Voltaire desnudo" denofa un fuerte naturalismo inspirado en procedimientos propios de la estatuaria antigua. Otros, como Jacques Caffieri (1678-1755) y Augustin Pajou (1730-1809) -este escultor de madame Du Barry-, encaman una tradición del retrato amable que recuerda un poco la sensualidad de las pinturas de Boucher.

⇨ Psiquis abandonada de Augustin Pajou (Musée du Louvre, París). Realizada en mármol, esta escultura es la mejor obra del autor, que ha imprimido al rostro del personaje el sentimiento de angustia y dolor con gran realismo.  



Mucho mayor importancia reviste el arte de Étienne Falconet (1716-1791), quien realizó trabajos para madame de Pompadour y modelos para la fábrica de porcelanas de Sevres, que pasó a dirigir. Marchó a Rusia, donde realizó, en San Petersburgo, el original monumento allí erigido a Pedro el Grande, y antes, en 1761, publicó unas útiles Rejlexions sur la Sculpture que nos ayudan a aproximarnos mucho mejor a su obra.

Por su parte, Jean-Antoine Houdon (1741-1828) es otro gran escultor del siglo. Habiendo obtenido en 1761 el Premio de Roma, en Italia completó su formación, no sólo copiando los ejemplares antiguos, sino atendiendo directamente a los modelos naturales. Su obra es de gran calado y es digno reconocerle que el retrato con él realizó un gran avance. Ningún escultor de este tiempo que se está examinando logró, como él, poner tanta vivacidad en la mirada de sus bustos, deseo constante de todos estos autores de retratos escultóricos que siempre se · quedaban en el intento de llevar a cabo la imagen que perseguían. Su busto de Mirabeau, realizado ya a fines del siglo (1798), es representativo de esta preocupación. Modeló otros muchos, de Gluck, Voltaire, Franklin, etc. Y en 1785 partió para Estados Unidos, a fin de hacer el de Washington.

⇦ Diana cazadora de Jean-Antoine Houdon (Fundación Gulbenkian, Lisboa). Es una de las esculturas de este autor en la que es más visible no sólo su formación clásica, sino su simpatía por el barroco romano. Su apasionamiento por la perfección anatómica está moderado aquí por la languidez sentimental y una refinada elegancia típica del siglo XVIII. 



En pintura y escultura Francia se situaba, así, a la cabeza de las naciones europeas. Llegaba aquella situación en un momento en que el arte pictórico se había eclipsado casi por completo en Holanda, que había dado grandes pintores en los siglos precedentes, y en Italia resplandecía únicamente gracias a algunas figuras aisladas, muy importantes pero que no lograban conformar una impresión de grupo, corriente o generación, mientras que en España pocos eran los talentos pictóricos verdaderamente notables, excepción hecha (claro está) del caso de Goya, cuya importancia acabaría, durante el siglo XIX, por rebasar las fronteras de su patria e irradiar directo influjo en la pintura francesa de dicha centuria. Sólo con los franceses rivalizaban entonces los retratistas de la escuela inglesa.

También en el grabado y las artes del libro, Francia pasó al primer lugar durante el siglo XVIII. La "talla dulce" fue el procedimiento más generalizado. Los grabadores apellidados Cochin (padre e hijo) se cuentan entre los artistas que más se distinguen en el grabado de ilustración, junto con H. Gravelot (1699-1773) y Augustin de Saint-Aubin. Este último y J. Moreau el Joven (1741-1814) son quizá los que más alto prestigio alcanzaron en el arte de la estampa grabada.

Reloj de las Tres Gracias de Étienne Falconet (Musée du Louvre, París). Este artista realizó modelos para la fábrica de porcelana de Sevres, de la que más tarde sería director. Aunque el tema de esta pieza en biscuit de Sevres sea mitológico, es evidente que se trata de un pretexto para explorar la gracia juvenil de tres cuerpos femeninos. 


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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